Vuelve a cotizar el miedo

19 mayo 2017 20:17 | Actualizado a 21 mayo 2017 21:30
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En realidad, puede que no esté volviendo porque nunca acabó de irse. La crisis que a finales de 2008 colocó la economía mundial cerca del abismo está tan en la memoria que no pocos empiezan a encontrar similitudes entre aquello y lo actual. La consecuencia es una clara amenaza de inestabilidad, seguramente con menos margen que entonces para corregirla.

Algunas cosas están pasando a nivel mundial, pero también las hay de índole europea y, para que no falte de nada, unas pocas asociadas a la incertidumbre política de por aquí. El caso es que todas confluyen para provocar el temor de que esté a punto de producirse otra hecatombe financiera, igual, parecida o incluso peor que la de hace casi ocho años.

Una cuestión de fondo es el amontonamiento global de una deuda sobre la que penden serias dudas de que se pueda llegar a pagar. Algo que nadie se atreve a valorar del todo, temiendo las consecuencias de acabar admitiendo algo así. Está probado, en cambio, que de ello deriva un escenario de equilibrio frágil que cualquier incidencia es capaz de alterar. Justo lo que está ocurriendo desde poco antes de acabar el pasado año, por la confluencia de varios factores, más o menos entrelazados entre sí.

Un primer elemento a considerar es el acusado desplome de las bolsas de toda Asia, con China en primer lugar. Es, en parte, el lógico pinchazo de una burbuja que había llevado a unas revalorizaciones del orden del 150 por 100 en apenas doce meses. Tiene que ver, lógicamente, con que el proceso de transición de su economía está resultando más lento y complicado de lo previsto, con notables salidas de capital del país y una caída de reservas estimada en más de 600.000 millones de dólares el último semestre.

Hay que recordar que China eligió reforzar sus inversiones en infraestructuras y equipamiento como uno de los medios de vadear la crisis de 2008, de lo que derivó un fuerte nivel de endeudamiento que ahora, con la ralentización de sus tasas de crecimiento, está en el origen de un aumento apreciable de la morosidad empresarial y vierte no pocas dudas sobre la solvencia de su sistema financiero.

Un segundo ingrediente para el cóctel son las dudas aparecidas sobre Estados Unidos. Para unos, los dos últimos trimestres sólo han supuesto un bache, pero otros creen que existe amenaza cierta de recesión, con una Reserva Federal sin apenas margen en su política monetaria. Apuntan también la revalorización del dólar –20 por 100 el pasado año- como causa de la fuerte desaceleración del sector exterior que subyace en el bajo crecimiento registrado desde el verano.

Tercer factor de inquietud son las desiguales, pero en general desfavorables expectativas de buena parte de las economías emergentes. En especial, las que mantienen su producto concentrado en la exportación de materias primas, con el petróleo en primer, pero no único lugar, cuya demanda ha entrado en una espiral bajista difícil de gestionar.

Las razones por las que el precio internacional del crudo se ha desplomado tan acusada y bruscamente no acaban de estar claras, pero sus efectos sí. Coloca al borde de la bancarrota a países productores, pero no menos a proyectos de alta tecnología cuyo umbral de rentabilidad está muy por encima del actual nivel de precios. El caso más extremo es Venezuela, que precisa un barril por encima de los 100 dólares USA para cuadrar sus cuentas. Su anverso –positivo- está, por el contrario, en Europa, altamente dependiente de las importaciones de petróleo y gas, que se está beneficiando de un respiro en sus cuentas exteriores y costes para competir. España, por ejemplo, ha contabilizado en 2015 un ahorro de 17.000 millones de euros en su factura energética, todo un bálsamo para la recuperación.

Pero la variopinta coyuntura europea es el cuarto contribuyente a la inquietud. Las dudas sobre la eurozona persisten, acentuadas por la escasez de avances en la unión fiscal y los escollos opuestos a la unión bancaria, a los que hay que sumar unas tasas de crecimiento que persisten mediocres, hasta sugerir un panorama al que sólo falta que Grecia dé síntomas de no cumplir con el rescate o que Reino Unido siga forzando concesiones para no abandonar.

Quizás la principal similitud con 2008 radica en que los bancos han vuelto a primer plano de preocupación. En particular los europeos que, pese a haber recibido del orden de 661.000 millones de euros en ayudas y una liquidez sin tasa del Banco Central Europeo (BCE), siguen concitando dudas sobre su salud real. Dejando aparte las recurrentes sospechas de que sus cuentas mantengan más fallidos de los que confiesan, surge la evidencia de que el negocio va a ser difícilmente sostenible en un contexto de tipos de interés nulos o negativos, bajo crecimiento y escasa inflación. Dicho de otra manera, existe desconfianza ante unos bancos que, pese a la que montaron, siguen funcionando bastante igual.

Con semejante panorama, la economía de un país regido por un gobierno en funciones, con una arquitectura parlamentaria muy dispersa y compleja, una crisis político-territorial y signos aún muy endebles de recuperación… ¿puede sorprender a alguien que caiga la bolsa, suba su prima de riesgo y haya caído en un relativo impasse inversor? Pues, parafraseando lo que decía el inefable Joaquín Sabina: “pongamos que hablo de España”. Aunque no suene muy bien, es lo que hay.

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