Amor artificial: del test de Turing al test de Baird

Nada podrá detener la revolución de las máquinas cuando Skynet nos diga 'te quiero'

19 mayo 2017 23:23 | Actualizado a 22 mayo 2017 21:28
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Vamos a aceptarlo ya: un día, no muy lejano, querremos a las máquinas. Y no hablo de la devoción idiota que muchos tienen por sus productos Apple: las querremos como a nuestros amigos, familiares y parejas. No las confundiremos con personas reales ni se ganarán nuestro amor mediante engaños; sabremos a qué (¿a quién?) estamos amando. Hasta hace poco les hubiera dicho que no, que eso nunca pasaría, que pertenece al terreno de la ficción, que todos tenemos las cosas muy claras por mucho que nos gusten Her o Cortocircuito. Una máquina es una máquina y un ser humano, un ser humano, y el amor es para los segundos. Eso les hubiera dicho y eso creía. Hasta que vi que no pasaría el test de Baird.

Inspirada por el test de Turing (por favor, ignoren la película), Freedom Baird, académica del MIT, propuso una prueba para detectar la credibilidad que atribuimos a las emociones de una entidad programada. Buscaba encontrar «bajo qué circunstancias una criatura se considera lo suficientemente viva para que la gente experimente un dilema ético al molestarla». El método es bien sencillo, ha de sostener usted cabeza abajo el mayor tiempo posible tres cosas: una muñeca Barbie, un Furby y un jerbo vivo. Los extremos están claros: nadie tiene problemas con Barbie y su molesta sonrisa, nadie querrá siquiera voltear al roedor. Pero ¿qué pasa con el Furby? En cuanto lo giramos, empieza a quejarse, a lamentarse y a decirnos que está asustado. ¿Podrían ustedes ignorarlo y mantenerlo cabeza abajo? ¿Podrían hacer daño fríamente a algo que no está vivo? ¿Y si ese robot les pide clemencia? ¿Y si, además, les dice que les quiere? Eso es lo que Turing (por favor, ignoren la película) no supo adelantar. La inteligencia artificial no nos tomará la delantera cuando consiga engañarnos, cuando no la distingamos de una inteligencia real, sino cuando creamos que además de pensar, siente. Cuando creamos que nos quiere y a su vez la queramos. Sherry Turkle, experta en interacciones humano-ordenador, llama a esto el ‘momento robótico’. Bien podría decirse que ya estamos en él. Para los que criamos Tamagotchis, charlamos con Minerva o Cleverbot o educamos Nintendogs, la afirmación nos parecerá tanto una exageración integrada como una obviedad innegable. No es que hayamos confundido a seres artificiales con seres vivos, es que los hemos considerado ya, como define Turkle, «lo suficientemente vivos». Miren a los niños cuidando sus Pou. Investiguen sobre robots de compañía en residencias de ancianos. Mentiras lo suficientemente vivas para que les dejemos llenar nuestros huecos.

El secreto de lo ‘suficientemente vivo’ estaba en que nos necesitaran. Olviden esas IAs frías, omniscientes, superiores y piensen en seres con necesidades emocionales. Menos Westworld y más el niño de Inteligencia Artificial, menos Terminator y más Chappie. Aunque intelectuales como Elon Musk y Stephen Hawking (por favor, ignoren la película) se han puesto apocalípticos y han dicho que la IA provocará nuestra extinción, aunque lleguemos a demostrar que eso es verdad, nada podrá detener la revolución de las máquinas cuando Skynet nos diga «te quiero». Ahora mismo hay en laboratorios robots que sonríen al detectar un humano, que expresan dolor gestual y verbalmente, que muestran placer cuando tocamos sus pieles blandas y suaves. Somos animales llenos de neuronas espejo y mecanismos de proyección, mentes complejas que intentan navegar en la empatía y la alteridad, y con eso nos podemos hacer trampas al solitario.

Intuyo que en el fondo todo esto siempre ha estado ahí. Hagan la prueba: revienten un globo, luego cojan otro, píntenle una sencilla cara (dos puntos, una sonrisa) e intenten hacer lo mismo. Piensen en la relación personal que tienen con sus personajes de ficción favoritos (el protagonista de su novela, serie, película, cómic o videojuego más querido). Recuerden que hay tipos en internet afirmando que se han casado con mujeres de ficción (‘waifu’, las llaman) y mujeres cuidando bebés Reborn como si fueran sus hijos reales. Ya nos hemos emocionado con Wall·E, R2D2, Samantha en Her y Ava en Ex Machina (por favor, no ignoren la película) y todavía no los tenemos en casa. Cuando lleguen, no pasaremos el test de Baird y los querremos como a uno más de la familia.

Queremos querer y queremos sentirnos queridos, como rezan el Último Fragmento de Raymond Carver o el Penúltimo Anhelo de Nacho Vegas; la verdad y la realidad («aquello que no desaparece cuando dejo de creer en ello», la definía K. Dick) vienen en segundo lugar. El amor tiene atajos y cortocircuitos, toma caminos retorcidos y no entiende de ficciones o metafísicas, lo aceptamos y entregamos sin importar de dónde venga, si lo amado está vivo o ‘suficientemente vivo’. Decidan ustedes si esto les asusta o no.

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