Aporofobia, realidad inquietante

Los pobres se merecen el respeto como seres humanos que conviven con nosotros

19 mayo 2017 22:57 | Actualizado a 22 mayo 2017 21:27
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Los ataques a indigentes, y especialmente a los sin techo, se vienen produciendo en los últimos años en el contexto de profundización de la crisis. El concepto que hay que retener es el de aporofobia, que significa llanamente el odio a los pobres. Estos, los pobres que deambulan por las calles, siempre han molestado a la sociedad. En el siglo XIX eran confinados en centros cerrados como los manicomios y las casas de beneficencia, que de esto tenían poco, porque se les consideraba una anormalidad en la sociedad de bien. En una palabra, molestaban a los ojos de la ciudadanía. Los mendicantes no han tenido nunca buena prensa. La sospecha siempre se ha cernido sobre ellos asemejándolos a delincuentes, gentes de mal vivir, aprovechados y últimamente a mafias organizadas. Dormir en la calle, deambular por la ciudad, limosnear, son actividades que no entran dentro de lo que consideramos emprendeduría. Pero una cosa es el estigma social que su situación conlleva y otra muy distinta es construir un discurso de caza de brujas. Estamos acostumbrados a las salidas de tono de ciertos políticos que nos dicen que los pobres tienen Ipad, Ipod y hasta smartfone. No digo yo que alguno no goce de estos enseres, pero de ahí a convertirlo en categoría universal va un trecho. La aporofobia comienza con el discurso descalificador de los que no tienen nada, ni un techo para dormir. Y acaba con la violencia directa hacia sus personas. En los últimos diez años en España se han documentado numerosos ataques a indigentes que habitaban nuestras calles. Algunos de estos ataques han acabado de forma trágica en asesinato. Otros, con lesiones de distinta gravedad. Quizás el caso más visible fue el de Rosario Endrinal, quemada por unos jóvenes en 2005 en Barcelona. Una encuesta realizada por el INE en 2012 desveló que el 51% de los sin techo habían sido víctimas de agresiones y un 20% de agresiones físicas. Y esto lo conocemos gracias a los medios de comunicación. Imagínense los actos violentos que se habrán producido sin dejar ningún rastro, sin denuncia alguna. Hemos leído que normalmente son atacados en sus lugares de reposo, cajeros automáticos, parques o escondites que proporcionan esquinas, huecos callejeros y demás. Han sido quemados vivos, apaleados y orinados, y no es una exageración. Por poner solo un caso, en Alicante un menor de 17 años apaleó y quemó vivo a un exguardia jurado de 42 años que dormía en un cajero «porque le molestaba su presencia». Esto ocurrió en 2009. Pero hay más casos recientes, no vale la pena mencionarlos. La pregunta es por qué. El perfil de los agresores es el de un joven varón entre 18 y 25 años que cuando expresa las razones suele argumentar porque son parásitos (los agredidos) y nada aprovechables para la sociedad. Quizás lo más frívolo es que de los relatos de los hechos que hacen los agresores se deduce que una buena parte de las agresiones están motivadas por diversión. Siempre de noche y generalmente tras una juerga. Se ve que acabar la juerga quemando a alguien es una nueva forma de odio, perdón, de ocio. Quizás no tan nueva viendo los antecedentes de cómo la sociedad ha tratado siempre a los indigentes. A esto último hay que añadir que además su presencia ensucia nuestras ciudades que se han convertido en espectáculo para los turistas. Y ya se sabe que a los turistas no les agrada ver pobreza por las calles. La sociedad se ha puesto manos a la obra para eliminar la presencia de los sin techo. En muchas ciudades se han reinventado nuevas formas de rechazo como cerrar los parques, colocar bancos individuales o de diversas alturas para que nadie pueda tumbarse, en los resaltes de las entidades bancarias y de los edificios se plantan cactus de grandes dimensiones cuando no pinchos medievales… Todo para lograr que no ocupen el espacio los sin espacio. Sin embargo, cada vez hay más gente que deambula por nuestras calles por falta de horizonte, desahuciados, abocados a la mendicidad. No puedo entrar en las mentes de esos niños-jóvenes que se ven impelidos a la violencia contra los que nada tienen, esto lo dejo para los especialistas en psicología clínica. Lo que sí tengo claro es que los pobres de necesidad se merecen el respeto como seres humanos que conviven con nosotros, como cualquier otra persona. Y los proyectos de ciudad deberían tener en cuenta esta realidad para darle una solución humana.

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