Cambio de identidad: El síndrome de Ulises

Esa sensación de vivir en tierra de nadie, de no ser de ningún lugar en concreto o quizás de vivir en perpetuo tránsito hacia otro lugar, tiene un mal vivir profundo y agotador

14 diciembre 2020 21:40 | Actualizado a 15 diciembre 2020 06:21
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Hace más de diez años, cuando Elvira Navarro convirtió en protagonista de su novela, La ciudad feliz, a Chi-Hueu , un niño que había permanecido en China mientras sus padres montaban un restaurante chino, con los consabidos pollos agridulces y arroces tres delicias, y que finalmente llegaba a El Dorado europeo para malvivir trabajando y estudiando, muchos lectores agradecimos que alguien pusiera negro sobre blanco las dificultades que supone iniciar una nueva vida en tierra y lengua extrañas. Cuando marchar no supone huir de una guerra o de una persecución, sino de la miseria, o a veces ni tan siquiera eso, huir de la imposibilidad de soñar, algo que ocurre en la mayor parte de nuestro querido planeta.

Esa sensación de vivir en tierra de nadie, de no ser de ningún lugar en concreto o quizás de vivir en perpetuo tránsito hacia otro lugar, es una condición humana, pero a pesar de su antigüedad, tiene un mal vivir profundo y agotador. La nostalgia, la rabia, la impotencia, el desarraigo, la añoranza, el cansancio, la lágrima a destiempo, el dolor opresor en la tráquea como si una piedra se hubiese encallado en sus paredes para siempre.

El tema migratorio no es menor, pero los datos fríos y objetivos dicen que es de todos los temas el que menos importa, las personas migradas son objeto de la manipulación grotesca de la extrema derecha, de la banalización por parte de la izquierda bienpensante y bon vivant, pero son la carne de cañón de la indiferencia. Su dolor no tiene valor bursátil, no cuenta como commodity. Nos importa un rábano.

Este verano de la impaciencia, un libro escrito por Gemma Ruiz Pala, Ca la Wenling, expone de forma tierna a veces en exceso, pero con precisión, la integración de la comunidad china en Barcelona. Los numerosos salones de manicura, pedicura que todo lo curan. El precio imbatible que nos hace olvidar cómo es posible que quince mujeres se pasen el día limando uñas, respirando el polvillo de nuestras células muertas, usando substancias químicas de dudosa procedencia y sonriendo, o directamente ignorando el enésimo pie, la enésima mano. ¿De dónde eres? ‘De China’, suelen responder así, como quien dice Júpiter. Ya, pero ¿de qué región ? Porque una intenta demostrar que es viajada y leída. Y entonces te sueltan que nacieron en algún lugar remoto, y que la familia se quedó allí, y si continuas tirando, se te viene encima toda la devastación del Imperio de Enmedio. Las hambrunas, las crecidas del Yangtze, que de pequeña aprendí en la Enciclopedia Monitor de Salvat que solían matar una media de dos millones de personas. Así de un plumazo las aguas del Dragón devoraban a sus hijos. Y tú, entonces, prefieres elegir el color de tu esmalte, y le dices que mejor el rojo, que es un clásico, y ellas siempre te dan la razón. Rojo es mejor. Y se te acaban las ganas de conversar. Y dejas que hunda su rostro en tus extremidades.

No todas las historias son tristes. Algunos llevamos tiempo disfrutando de las salas de espera de los aeropuertos, de esa sensación de tiempo muerto. Ni aquí, ni allá. Zonas de claroscuro, irreales, a veces. El viaje perpetuo. Somos los migrantes que podemos regresar a nuestro antojo, con pasaportes al día, con sellos homologados, los que nadie detiene en las aduanas, con maletas Samsonite y no bolsas de plástico atiborradas. Obviamente, nuestra historia es otra.

Pero esta pandemia nos ha atado a una de nuestras realidades. Convivimos desde hace meses con alguna de nuestras patrias, con su lengua, con su cultura, con sus manías, con su grandeza, con sus miserias. Por unos meses hemos podido vivir en las carnes de los que no pueden regresar, de los exiliados del mundo, los que lo son por necesidad, por obligación o por honestidad. El síndrome de Ulises, el sufrimiento del migrante, el cambio de identidad, la pérdida de identidad. Por un espacio corto de tiempo hemos podido percibir un suspiro del sufrimiento de millones de personas en el mundo. Y, sinceramente, se nos ha roto el alma.

Natàlia Rodríguez. Nacida en Tarragona, empezó a ejercer en el ‘Diari’. Trabajó en la Comisión Europea y colabora en diversos medios. Vive entre París y Barcelona.

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