La destrucción del patrimonio cultural se ha convertido en un arma de guerra, un ataque directo a la moral del enemigo. Sin legado no hay historia. Hay centenares de ejemplos: la gran mezquita de Alepo (Siria), los Budas de Bamiyán (Afganistán), los mausoleos de Tombuctú (Malí)... En la contienda de Ucrania, la ONU ha denunciado que las fuerzas rusas han dañado al menos 90 lugares culturales, entre los que hay edificios religiosos y de carácter histórico, monumentos, museos, teatros y bibliotecas.
La Convención de la Haya, firmada en 1954 y en vigor desde 1956, obliga a los países a proteger los bienes culturales (identificados con un emblema azul) en caso de conflicto bélico. Su aniquilación deliberada se puede considerar un crimen de guerra. Porque la cultura es de todos, incluso de los que tiran las bombas.