Los europeos nos hemos acostumbrado a ir de crisis en crisis y a sentirnos satisfechos con solo sobrevivirlas. En estos últimos diecisiete años, la sucesión de amenazas existenciales a la integración europea ha sido impresionante: amenaza de derrumbe de la moneda común, migraciones descontroladas, Brexit, pandemia e invasión rusa de Ucrania. Con Donald Trump, la sexta crisis ha llegado al viejo continente y afecta nada menos que a su seguridad y defensa, su economía y la salud de sus democracias, tanto nacionales como supranacional.
Esta vez, sin embargo, no vale con el despliegue de tácticas defensivas frente a los aranceles, el imperativo estadounidense de desregular el ámbito tecnológico, el debilitamiento del vínculo transatlántico y la apuesta de Washington por el populismo y el liderazgo de los llamados hombres fuertes. Trump es un acelerador de un cambio del orden mundial hacia un escenario caótico y peligroso, basado en la rivalidad entre potencias y el regreso del uso de la fuerza como instrumento preferente de la política internacional. Los europeos no están preparados para mantener su nivel de vida y su civilización en este panorama geopolítico. Esta vez tienen que hacer algo más que improvisar algunas medidas de emergencia. Por supuesto mientras tanto todos los acomodos y adaptaciones pragmáticas son necesarios, pero no suficientes.
Un gran conocedor del laberinto europeo decía hace algunos días que el problema de la UE no son las políticas, sino la política. Es decir, hay que superar los debates bizantinos en Bruselas que apenas esconden los egoísmos nacionales y repensar la toma de decisiones comunitaria para que sea más ejecutiva y eficaz. La Unión Europea está sobre-diagnosticada y no habrá defensa común -un proyecto a diez años, si todo sale bien- sin reformas previas económicas y presupuestarias, bien planteadas tanto por el Informe de Mario Draghi como el de Enrico Letta. Pero no hay que ignorar ninguna de las asignaturas pendientes, desde el refuerzo de la arquitectura de la moneda común hasta la reparación del motor económico europeo, que no es otro que el mercado interior. Es preciso evitar la tentación de fiarlo todo a proyectos aislados que distraen del resto de las políticas.