Las evidencias descartan ya cualquier duda sobre la existencia del cambio climático y sus nefastas consecuencias sobre la población. Y es que el calentamiento global ha generado una serie de fenómenos con gran capacidad de producir grandes daños, desde inundaciones y riadas por episodios cada vez más frecuentes de precipitaciones de gran intensidad, hasta temporales de mar que dejan las playas sin arena, pasando por pertinaces sequías que incrementan de forma notable el riesgo de incendios y por olas de calor que cada vez tienen una mayor duración, una mayor intensidad y una mayor frecuencia. Además de una mayor letalidad. Así lo asegura un reciente estudio que apunta que en la provincia de Tarragona las altas temperaturas registradas este pasado verano han provocado un aumento de la mortalidad de un 20%, con un exceso de 346 muertes con respecto a otros años, una cifra que no cabe achacar a una pandemia de Covid en franco retroceso.
Sí, el cambio climático mata. Y por eso su combate debe convertirse en una prioridad. Porque la sostenibilidad ya no es una opción, sino que ha pasado a ser una necesidad. Se trata de un asunto de extrema gravedad que compete e interpela al conjunto de la sociedad y a todas las administraciones, desde las supranacionales hasta las más cercanas al ciudadano. En este sentido, la Carta de Leipzig sobre Ciudades Europeas Sostenibles sitúa las políticas medioambientales entre los principales ejes sobre los que se deben construir las ciudades del siglo XXI. El reto es grande, pero también debe ser ilusionante, porque no es poco lo que desde el gobierno local se puede lograr: comenzar a construir ciudades más verdes, con más zonas arboladas, con una movilidad basada en el transporte público y en el uso de energías limpias y pensadas para el confort y la mejora de la calidad de vida de las personas. La tarea es más ardua y más compleja, pero no es un mal punto de partida.