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    La fascinación del mal (y 2)

    02 junio 2023 19:04 | Actualizado a 03 junio 2023 06:00
    Josep Moya-Angeler
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    Hay un mal muy extendido en la Humanidad, al que se le resta importancia: la mentira. Mentir es violar la rectitud que debe imperar en la vida humana. Es transgredir la realidad en beneficio propio, generando una merma en los intereses de quienes nos escuchan. Mentir es maligno, atenta contra el prójimo y por tanto le perjudica, pero lo tomamos frívolamente como una licencia contra las normas de convivencia y respeto.

    En nuestra cultura actual –que fomentan los políticos con sus repetidos engaños– hay que tener el coraje de decir y enseñar que la mentira forma parte del Mal, así con mayúscula.

    Que parece aceptable porque está poco o nada castigada. Que parece bendecida en algunos casos por ese falso adorno que es llamarla en algunos casos «mentira piadosa». No hay mentiras piadosas, todas tienen la mala intención de manejar la realidad a nuestro antojo. Y todas dañan nuestra riqueza espiritual, nos vuelven egocéntricos y déspotas pues de hecho se trata de imponer nuestros intereses rifándonos a los demás. Es, por tanto, ilícito.

    La mentira no es inherente al ser humano pero hemos conseguido que en algunos vaya dentro de su ADN. No es una imperfección del ser y su condición, que vino de fábrica, sino el fruto del insano e indigno tesón de engañar, que podemos igualar al hecho de robar. Sí, apropiarse de algo con engaño, aunque sólo sea apropiarse de la realidad para transformarla.

    En nuestra cultura actual –que fomentan los políticos con sus repetidos engaños– hay que tener el coraje de decir y enseñar que la mentira forma parte del Mal, así con mayúscula

    El ejercicio de la trampa, del barrer para uno estafando al otro no puede ser considerado un mal menor, otra excusa que sirve de álibi a quien ejerce la mentira como herramienta de uso común.

    ¿Fascina la mentira, como parte del Mal, como adelantamos la pasada semana? Muy seguramente, porque hay personas que andan tan sumergidas en esta práctica que llegan a creerse las falsedades que lanzan e incluso llegan a convertirse en lo que se llama «mentirosos compulsivos». Fue Goebels quien dijo aquello de que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.

    Lo consiguió a medias y es la parte más perniciosa de la habilidad del engaño. Pero lo que tal vez sea peor de esa fascinación es que la mentira otorga poder. En sí, encierra ya el poder de crear una falsa realidad con la que manipular a nuestro antojo. Y manipular la realidad es algo propio de dioses... o de demonios.

    La mentira, por otra parte, es un arma política, más propia de charlatanes que venden quincalla por oro a la gente que quiere hacer el bien a la sociedad. Instalada en la clase política bajo la excusa del «tú promete que luego se olvidarán», es moneda de cambio por posibles votos. Y hay ingenuos que se creen a esa tribu política.

    Lo terrible es que la sociedad, los humanos que recibimos el halago de la promesa, olvidamos pronto, como se olvida el niño del caramelo prometido si se le enseñan otras lentejuelas

    Lo terrible es que es cierto que la sociedad, los humanos que recibimos el halago de la promesa, olvidamos pronto, como se olvida el niño del caramelo prometido si se le enseñan otras lentejuelas. Es decir, que la mentira no suele tener un coste o, a lo sumo, genera el desprestigio en general de una clase de humanos que, recordémoslo, vestían de blanco («cándida toga», de donde viene la palabra «candidato») en la antigua Roma para garantizar que eran personas sin mancha.

    Hoy en día, han conseguido que la opinión pública sospeche de ellos por el simple hecho de ser políticos, hasta el punto de que en general la gente honrada no se acerca al servicio ciudadano de la política por no ser etiquetado de embustero y felón antes de abrir la boca.

    Se resisten a la tentación, la fascinación, de un mal que no por ser común deja de ser mal.

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