La conquista del Mundial de Australia y Nueva Zelanda auguraba un gran impulso al fútbol femenino de este país. Ese hito, el carácter de las campeonas, sus palabras, su ejemplo..., servirían para abrir las puertas de este deporte a miles de niñas y las condiciones de las futbolistas mejorarían ostensiblemente.
En aquel clima de euforia, parecía incluso posible arreglar las diferencias entre una gran parte de las jugadoras y algunos estamentos de la Federación. Pero no, pronto se vio que aquel triunfo logrado por unas extraordinarias futbolistas se había conseguido pese a contar con unos dirigentes impresentables y que no estaban a la altura, lo que les otorga, si cabe, un mayor mérito.
Así, apenas un mes después de proclamarse campeona del mundo, España vive inmersa en una convulsión permanente que nadie parece capaz de detener. El trato recibido por las campeonas por parte de la Federación es inaceptable. La primera lista de la nueva seleccionadora, Montse Tomé, en la que no estaba Jenni Hermoso «para protegerla» –«¿de qué y de quién?», cuestionó la jugadora sin obtener respuesta– fue un órdago a las deportistas.
Como lo fue amenazarlas con prácticamente poner fin a sus carreras si no acudían a la convocatoria. Así que allí se presentaron, con caras largas, de tristeza, cansancio, enfado y decepción.
El surrealismo siguió con unos cambios que llevaron la concentración a Oliva, en Valencia, pese a la previsión de fuertes lluvias y en unos campos que no cuentan con luz artificial. El malestar y el caos lo envuelve todo.
Si estas chicas han llegado adonde lo han hecho, es porque son muy grandes, no precisamente por el apoyo que reciben de una Federación llena de ‘aplaudidores’ que merece una buena sacudida –en el sentido más amplio de la palabra–.