Todos llevamos dentro algunos pequeños delirios. Incluso las mentes más agudas, los corazones más vigilantes de sí mismos, pueden brillar un poco en las cosas mal recordadas, en las cosas fingidas o en las cosas que ignoramos. Se esconden enredados en lo que es verdadero y real, alimentándonos con suaves distorsiones como una fruta madurada demasiado tiempo al sol, dulce, luego extraña. No lo notas hasta que tienes la boca llena. A menudo, mis delirios tienen que ver con el tiempo: cómo se mueve y qué tan poco de él podemos retener, si es que podemos retener algo. Unos delirios que crecen con soltura en primavera y en verano. Una secuencia estática, un lugar que se repite en el que estoy atrapada. Y yo odio la primavera. Por su desfachatez, su soberbia cromática, su luz. Bajo las persianas, busco la oscuridad, rezo para que llueva. Mi odio se transmuta en obsesión cuando llegan los calores del verano. Pero al menos, el verano lleva inscrita la llegada del otoño. La primavera no. No puedo decir por qué, pero mi mente -en busca de la calma- se dirige a un viejo cerezo japonés que está más muerto que vivo. Solo tiene una escorza hueca. Pero cada año le brotan flores. Cada año son más pequñas, pero florece. La primavera es época propicia al delirio para quienes la odiamos. El tiempo pasa más lento. Afortunadamente insiste en pasar, y nunca falla.
Delirios
24 abril 2025 20:59 |
Actualizado a 25 abril 2025 07:00

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