Pobres de nosotros

Miramos a nuestro alrededor y vemos legiones de gentes que blasonan con orgullo cuanto son y cuanto hacen. Los hay que anuncian públicamente que son inteligentes. Al parecer no tienen quien les haga este tipo de publicidad porque no hay quien crea en su inteligencia. Por lo visto, tenemos un exceso de genios y sabios y andamos cortos de gente humilde o sencilla, esa dificilísima manera de ser tras haber descubierto que somos poca cosa, aunque sea de mal decir. El escritor Agustí Pons me dijo una vez que yo tenía razón en esta tesis, pero que hay que callarse para no desmoralizar a los jóvenes.

El principal signo de identidad de esta especie de la nueva sociedad engreída es que, creyéndose maravillosos, esos humanos no han aprendido todavía a escuchar, madurar, enriquecer su saber y prosperar en esta vida que a fin de cuentas es un largo y perenne aprendizaje. Podríamos decir más: un gozoso aprendizaje.

En general, existe la contradicción de la tendencia social a las aventuras (con sus riesgos calculados, porque el aventurero de verdad no sabe que vive esa experiencia y tan solo lucha por sobrevivir) que fascinan sin haber madurado que lo atractivo de una aventura -¿la aventura de la vida?- es descubrir algo insólito que es, en el mejor de los casos, a uno mismo.

Quien confunda aventura con puenting, lanzarse en paracaídas o bañarse entre tiburones inocentes, se equivoca. Aventura es dibujar una meta y tratar de llegar a ella entre dificultades, demostrando así que hemos vencido obstáculos y conocido riesgos en los que, desde luego, no nos va la integridad física, sino la del ánimo y el espíritu de superación. Aventura, también es el viaje de descubrir lo insólito en el pasar de una nube mientras cavilamos sobre nuestras certitudes e incertidumbres.

Pero, en esta sociedad en la que parece que todo ha de suceder veloz y con facilidad, el hecho de adjudicarnos la etiqueta de seres únicos es cosa fácil, pues a muchos les basta decirse una buena mañana «quiero ser genial» y blasonar de haberlo conseguido cuando todavía no se ha dado el primer paso y, lo que es peor, jamás se dará.

Aparte, están los que añaden a su nuevo título de persona fabulosa el identificarse con un club deportivo y vivir sus vicisitudes como si fueran propias. Son los que descorchan una botella de cava por los goles metidos por otros. Toda una pobreza de espíritu. El deporte es un juego encaminado a mejorar nuestra salud y bienestar, y su principal atractivo es practicarlo uno mismo, aunque no se tengan facultades, no en contemplarlo.

Bien, los que tenemos la vergüenza de reconocer nuestras limitaciones podemos ser tildados socialmente de pobres e infelices. La nueva sociedad que nos rodea considera que es una desgracia no querernos a nosotros mismos. Y como muestra de su superioridad se desprecia a los demás, se exige ser adulado y no se ha aprendido que la clave del funcionamiento de este pequeño mundo es el respeto a los otros. La culpa de todo es, en buena parte, de las generaciones anteriores, de los sistemas educativos que no ampararon a los maestros y que creyeron que la condescendencia con los hijos (o la comodidad) era un signo de libertad. ¡Pobres de nosotros, los mayores, que no tenemos mayor futuro que se considerados culpables de cuanto malo sucede en el mundo, aparte de ser inútiles! ¿Nadie les ha explicado que estas generaciones anteriores lucharon, se sobrepusieron e hicieron posible la sociedad del bienestar en donde tan bien estamos todos, incluidos los genios actuales?