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    Escupiré sobre tu tumba

    19 mayo 2023 18:29 | Actualizado a 20 mayo 2023 06:00
    Josep Moya-Angeler
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    Más de uno se merece que vayamos a escupir sobre su tumba cuando le toque la hora de las desesperaciones. Pero cuando lo escribe Boris Vian como título de una novela, la idea nos arrastra a todos y, además, lo hace de forma subyugante. Esa fascinación que convierte el salivazo en un acto de bella justicia es el espíritu de la literatura, esa riqueza de la que tanto necesitamos beber y a la que acudimos poco para enaltecer el espíritu.

    «Je meurs de soif après de la fontaine» («muero de sed junto al manantial»), escribió François Villon. Tenemos la salvación a mano, pero o no la sabemos ver o la despreciamos. Porque la literatura, el difícil arte de convertir en bello el lenguaje animal que hemos creado a base de milenios, es junto a la música el refugio perfecto donde pacer y gozar sin que sea delito.

    No confundamos literatura con escritura. No solo porque hay literatura oral, sino especialmente porque la escritura es una herramienta de comunicación que nos conduce al progreso y el entendimiento mutuo, mientras que la literatura es la creación plástica de una música sin sonidos que hacemos resonar en nuestra mente al leer o escuchar. La escritura –esto que practico desde hace sesenta años– es el barro con el que modelar un artefacto, si es posible, mientras que la literatura es el David de Miguel Angel. Por eso cantar es hallar la música de las palabras.

    La literatura, el difícil arte de convertir en bello el lenguaje animal que hemos creado a base de milenios, es junto a la música el refugio perfecto donde pacer y gozar sin que sea delito

    Literatos, lo son bien pocos. Podemos situar a Conrad entre los grandes favoritos por su manera de ahondar en la esencia de los humanos, pero junto a Conrad los hay en legión. Escribidores somos los infelices que, deseándolo, nos hemos de conformar con eso, con ordenar palabras respetando la Gramática para ser entendidos. Comunicación práctica, oficio de periodistas y poco más.

    La literatura ayuda a tres cosas: a evadirnos hacia un mundo que ha de ser lejano y sugestivo, a reflexionar sobre los otros y por tanto sobre nosotros mismos, y a gozar de una belleza abstracta que emerge de un espacio concreto.

    Los literatos están tocados por una gracia, aunque en el ruin fondo de los que les admiramos pensamos que también son unos impostores, pues nada de cuanto escriben es real, ni ellos mismos, pero saben venderlo como auténtico. Admirable pero no envidiable porque si no estamos dotados para ese arte, nada debemos desear de él para nosotros.

    En este último sentido, hay una tendencia que parece una orden, que obliga a tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Vana pretensión la del libro que todos han querido escribir y nunca han escrito.

    Ese libro no pergeñado (o lo que es peor, que se ha llegado a escribir y para colmo es autobiográfico) suele ser un atentado a la literatura, en especial si es en forma de poemas. Los peores crímenes contra la belleza están en la pretendida poesía y el arte abstracto, porque sus autores se creen genios cuando no tienen la cultura de haber cultivado una sensibilidad muy profunda. Con muy buen tino, la Associació Col·legial d’Escriptors de Catalunya y el gestor de derechos de autor (CEDRO) no reconoce como autor o escritor a quien haya publicado un solo libro. Hay que haber publicitado más.

    En este país en que todos los ciudadanos saben ‘mucho’ de decoración, medicina, política, fútbol y cuanto les caiga a su alcance, a los que profanan el arte literario deberían dedicarles una simbólica tumba. No se preocupen, nadie irá a escupir sobre ellas, no vale la pena.

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