Resulta curioso que nada más conocer recientemente al periodista Tomás Alcoverro, corresponsal de La Vanguardia durante muchos años en Beirut, haya salido la obra de Marcel Proust En busca del tiempo perdido.
Tomás me ha regalado dos libros. De Beirut a Bagdad: 30 años de crónicas, una recopilación de sus crónicas, publicado en el año 2006; y el otro, Todo por decir, una larga entrevista que le hace el periodista Plàcid Garcia Planas, cuyo texto en castellano es de junio de este año. La portada del libro es una vieja fotografía en que aparece con un kaláschnikov, recuperada cincuenta años después, y una primera pregunta que da lugar a una larga conversación: «¿La magdalena de Proust, lo que despierta las sensaciones dormidas, era un kaláschnikov?»
Cuenta en Todo por decir que le han asaltado su casa en Beirut y le han robado las obras completas de Proust. Cuando le dicen que describa su piso de París, contesta que era un piso «muy Marcel Proust». Cuando le preguntan la razón de su desencanto en Francia se define «soy francófono y proustiano, sí». En uno de los capítulos más duros de la entrevista (Gasolina y sangre) García Planas abre el diálogo con la siguiente frase: «No leemos lo suficiente a Marcel Proust». Y Alcoverro sigue: «¿Sabes que me dijo en aquellos años un importante intelectual que después se hizo político al verme leer  la recherche de temps perdu? Me dijo: ¿Qué haces leyendo esto? Está démodé».
Es un capítulo en el que Tomàs Alcoverro expresa su más absoluto desencanto con todas las revoluciones, sean del tipo que sean; y que acaba con una pregunta al presidente sirio actual: «¿Usted no cree, señor presidente, que después de todo lo que está pasando en Oriente Medio desde hace tantos años, la política, al menos en esta parte del mundo, se puede resumir en o yo te mato a ti o tú me matas a mí?». Una pregunta que podría haber hecho perfectamente en estos días a Putín. «¿Te echó del despacho?», pregunta García Planas: «No, me dijo que sí, exactamente así», termina Alcoverro. La misma respuesta que seguramente daría el presidente ruso. Este desencanto (o encuentro con la realidad, quizás) que le hace acabar el libro con «la violencia es algo que nunca morirá. Está ligada con la injusticia y la injusticia tampoco acabará. Como decía Sartre, el infierno es el otro».
Resulta también curioso el que en nuestro encuentro, junto con el viajero Agustín Chaler, no hayamos hablado de la situación en Oriente Medio. La culpa quizás ha sido mía que he empezado comentando que recorrí el Líbano en un viaje en solitario con mi padre casi nonagenario. Los tres hemos hablado de nuestros padres, que es una forma de hablar de la muerte, de la suya y de la nuestra futura. Luego al empezar la lectura de Todo por decir lo he entendido: va dedicado a sus padres (Roser Muntané y Tomás Alcoverro), al igual que yo dediqué un libro de viajes a mi padre «que atravesó la frontera más difícil».
«¿Y cómo vives la muerte?», pregunta a bocajarro el entrevistador, que no habla en futuro sino en un duro tiempo presente. «Tengo más claro que nunca que quiero aprovechar el tiempo que me queda. De hecho, diría que estoy viviendo una de las edades más activas de mi vida, y esto se explica por lo que te decía, por la inminencia, por la proximidad de la muerte». «¿Qué cosas?», le pregunta el periodista, Y la respuesta no puede ser más proustiana: «Escribir más».
Me interroga Tomás Alcoverro sobre si mi padre era funcionario. Me sorprende la pregunta de un detalle aparentemente tan nimio, pero luego lo comprendo. Su padre lo fue; y luego leo que quería que Tomás fuera notario. Nos entendemos: para ambos, hay un tipo de funcionario que sirve al Estado y va de un lugar a otro, siéndose en todos los sitios como un extraño. «Siempre he dicho que después de mi vida en el Líbano, me siento extranjero. Un extranjero entre extranjeros, Y, afinando un poco más, el adjetivo que más se adecua a lo que creo que me representa, es el adjetivo levantino».
En el fondo, Tomás ha acabado haciendo lo que quería su padre, un notario de la realidad en países lejanos que, como el funcionario que va de un sitio a otro, se siente un extraño; alguien que es imparcial, que no toma partido, y que describe los acontecimientos sin entrar en el fondo a valorarlos (y cuando lo hace, solo es de pasada).
Alcoverro es proustiano cuando nos dice que si alguien asegura comprender Oriente Medio es que no ha entendido nada. Y también cuando acaba su libro con estas frases: «¡Te ha quedado algo por decir?», «Que todo queda por decir». «Y todas las flores por regar», «Todas las mañanas del mundo».
He acabado de leer la recopilación de Beirut a Bagdad y he encontrado lo que suponía en una persona que se ha pasado la vida leyendo a Marcel Proust. El 23 de abril de 2003 escribe una crónica desde Bagdad, en pleno conflicto, en la que el personaje central es un canario que le hace compañía en su habitación del hotel del Bagdad y que al final muere en el depósito de equipajes del avión que los lleva a Beirut (Historia triste de un canario).
Tomás nos ha invitado a Agustín y a mí a su casa de Beirut. Estoy seguro de que no hablaremos de Oriente Medio. Yo estoy interesado en que me termine de contar la historia del canario. Y Agustín en ver su máscara tolemaica.
«La violencia es el último recurso del incompetente».