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    Más allá de
    la música

    20 mayo 2022 20:24 | Actualizado a 20 mayo 2022 23:39
    Josep Moya-Angeler
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    «No sé si me he equivocado de mundo o el mundo se ha equivocado conmigo», me repetía Julio Manegat. Lo pensé mientras el pasado sábado escuchaba con perplejidad en el Festival de Eurovisión unas canciones pares en machaconería que se podían haber empalmado una tras otra sin que nadie se apercibiera de que se trataba en teoría de temas diferentes.

    La música, y en el siglo XX la música popular (de ahí viene la palabra ‘pop’) es uno de los medios de expresión que mejor sintetizan e identifican la evolución del pensamiento y los gustos sociales. En los años 60, el rock & roll se impuso sobre el rock´n roll reivindicativo negro, promoviendo el gran cambio que los jóvenes de aquella época buscaban para enterrar las posguerras. Aquella gente joven encontró en las nuevas canciones el lenguaje definitivo que impulsaba un cambio generacional inimaginado. El año 68 fue para ellos como colocar la bandera de su propia Iwojima. En España, país todavía pobre que se desperezaba, la música joven era la válvula de escape en una dictadura que no pudo frenar la protest-song en todas sus expresiones incluida la nova cançó. Yo mismo me ocupé como periodista de la música popular y llegué a dirigir una revista de rock progresivo porque la dictadura no permitía actuar con libertad en otros ámbitos. Pensaba entonces que podía ser cierto lo que un día vi rotulado en una guitarra: «Esta es un arma revolucionaria».

    En aquellos tiempos, el Festival de Eurovisión era un concurso blandengue que no se salía de ciertas normas. Llegué a formar parte del jurado español y pugné por elegir una canción rompedora, pero el resto del jurado –excepto uno de ellos, Jorge de Antón, mirados ambos con mala cara- se inclinó por un vals. Parafreseé a Ortega clamando aquello del «no es eso, no es eso».

    El festival eurovisivo nunca se ha salido de su visión estrecha de la música popular y aburrió a la mayoría de ciudadanos europeos, excepto los de los países de detrás del Telón de Acero que descubrieron que había vida musical más allá de los coros y danzas de Aleksandrov. Durante tres décadas el festival languideció en la vieja Europa, incluida España, con ritmos insubstanciales con pretensión de modernidad, para sorprendernos hace unos tres o cuatro años con un interés inusitado de los jóvenes quinceañeros españoles. Aunque Sebastiao Sobrado ganó uno de esos años demostrando que había vida en una melodía exquisita, lo cierto es que el festival ha crecido en espectacularidad mientras se sumía un un chim-pum rítmico sin demasiado ton ni son. Muchos juegos de artificio, pero la pobreza musical, de contenidos y sensibilidades sigue imperando como se volvió a escuchar el pasado sábado. ¡Cuánto dinero invertido en una oportunidad fallida de hacernos sentir que Europa ha de tener una vocación más allá de ritmos y escándalos! Y no solo una vocación musical, sino humana, plasmada en un lenguaje artístico. Claro que pedir un hijo así a una sociedad de sensibilidad epidérmica es como pedir peras al olmo o al alma.

    Lejos de la opinión popular, que no valora más que el carácter festivo y evasivo de la música, sociológicamente hemos de pensar en que la música es un reflejo y un instrumento de las masas. Y no hay más que ver que los gustos musicales en Andalucía son bien diferentes de los gallegos o los catalanes. Por eso, pensar en que el festival eurovisivo es una válvula de escape y entretenimiento es no valorar su significado adocenador, en su intención castradora de significados y en una misión conservadora de quienes cercenan cualquier posibilidad de que la música sea un lenguaje expresivo de frustraciones, ansias y visiones de un mundo bastante más libre, creativo y revolucionario que yace, o debiera yacer, bajo la piel de los pueblos. ¡Cuánto dinero gastado para tamaño engaño!

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