Madrid no es una ciudad bonita. No es bellísima como París o Roma. Madrid es hermosa y tiene rollo. Si le da el sol de canto, Madrid puede brillar y despeinarse hasta ser la mejor idea posible para pasárselo bien y reírse. Madrid es asumible y disfrutona. Las calles del barrio que vio crecer el amor de mis abuelos y bisabuelos, son señoriales, pretenciosas, elegantes. Pero también son desobedientes, no respetan los ángulos rectos ni las líneas paralelas como en Barcelona y tienen mucha retranca. Hoy están invadidas de extranjeros que descubren Madrid como quien descubre El Dorado. La ciudad que tomó el relevo de Barcelona en eso del «buen vivir». Todo es cíclico y algún día Madrid regresará a ser esa ciudad socarrona, gamberra y algo despendolada que yo conocí en mi infancia. Con bares improbables, camareros con pajarita y la mejor cerveza del mundo. Y los callos. Y el cocido en Lhardy cuando es Navidad y se pone a nevar y tú crees estar en una película de los años 50. Madrid es para muchos esa némesis por su centralidad, esa opresión glotona que pretendre devorarlo todo: infraestructuras, recursos, talento, inversiones. Pero eso es sólo un Madrid. Yo regreso a menudo en sueños, quizás sea la ciudad con la que más sueño. Y paseo por Hermosilla, por Piamonte, por Salesas, por la plaza Santa Ana, y siempre me da el sol de canto. En sueños.