Hay días en los que puedo con todo: organizar, improvisar y sostener a otros. Escribir columnas, editoriales, imaginar reportajes, libros, viajes, plantearme un régimen y pensar que iré a la playa Llarga a ver salir el sol. Todo eso. Y sin embargo, hay algo que me desarma por completo: la burocracia. No por compleja, sino por lo que remueve. Cada papel que hay que encontrar, cada trámite que no entiendo, cada instancia que me pide algo que no sé si tengo... me despiertan una ansiedad que no nace del presente, sino de un lugar más profundo, donde todo parece fuera de control. No es solo el papeleo, es lo que representa: la formalización de una vida que no sé si es exactamente la mía. La app de Hacienda me da más miedo que el virus del Ébola, no comprendo lo que me dicen, el certificado que me envían a un teléfono que no existe. El silencio, la indiferencia que te transmite ese lenguaje automático, frío. Tu vida no les importa, de ti no quieren saber nada más que tu cotización. ¿A eso se resume un país, un estado, la democracia? Lo administrativo tiene esa crueldad: te exige eficiencia cuando lo único que hay es desconcierto, miedo y ansiedad. Pero aún así lo hago. Imprimo, firmo, leo. Pago. Con intereses, siempre, pero pago. Porque las cosas no son lo que unos burócratas imaginan. La vida es levantarse pronto e ir a pegarse un baño en la playa. Eso es.