Todos somos unos nihonbiki. Enamorados del Japón. En mi caso la pasión viene de lejos. La culpa la tienen un par de muñecas de geisha de seda que un capitán de barco mercante le había regalado a mi madre. Luego llegaron los libros, el cine, la comida, los manga, Miyazaki, Mishima, Basho, Murakami y el propio emperador. Visité el Japón por primera vez en un viaje oficial y puedo decir que compartí oxígeno con el emperador Akihito ya que no se le podía mirar directamente y solo le vi los zapatos y fugazmente. Eran negros. Regresé un año después del desastre del Tsunami y Fukushima y comprobé la gratitud infinita de sus ‘arigato gozaimasu’, y empecé a comprender que jamás lo comprendería. Eso es amor. Luego volví en 2016 y caí perdida ante sus bellezas y sus horrores. Ahora que está de moda solo le ruego a la diosa del sol, Amaterasu, que se impongan restricciones drásticas para que el turismo masificado dejé en paz a mis islas. Soy una egoísta, lo quiero solo para mí. Soy una snob ya que yo no me pretendo turista. Sencillamente es una cuestión de pasión irresistible. Regresaré de nuevo, subiré al Fuji a ver la salida del sol y gritaré con todas mis fuerzas ¡Banzai!. Eso es, que viva el emperador.