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    La barbarie como reclamo

    05 noviembre 2022 19:26 | Actualizado a 06 noviembre 2022 06:00
    Dánel Arzamendi
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    El último siglo ha sido testigo de innumerables ataques a obras maestras de la historia del arte, con motivaciones ciertamente variopintas. Uno de los casos más conocidos fue el destrozo que Laszlo Toth infringió en 1972 a ‘La Piedad’ de Miguel Angel, expuesta en una capilla lateral de la basílica vaticana de San Pedro. Mientras gritaba «¡Yo soy Jesucristo!», este geólogo australiano de origen húngaro martilleó la célebre escultura, provocando graves daños en la figura de la Virgen: rompió el brazo izquierdo y el codo, así como la nariz y los párpados. El atacante fue inmediatamente reducido, y tras pasar dos años internado en un centro psiquiátrico italiano, fue devuelto a Australia.

    Pese a la existencia de otros ejemplos similares, como la doble decapitación de ‘La Sirenita’ de Copenhague en 1964 y 1998, lo cierto es que la mayor parte de estos incidentes han estado habitualmente vinculados con muestras de arte pictórico, por probables motivos prácticos: es más fácil desgarrar un lienzo o manchar unos frescos que picar un bloque de mármol o granito. Por señalar sólo algunas piezas vandalizadas, podemos recordar ‘La venus del espejo’ de Velázquez (acuchillada en 1914 por Mary Richardson, quien fue posteriormente condenada a seis meses de prisión), el ‘Guernica’ de Picasso (rociado en 1974 con un spray rojo por un artista iraní en el Museo de Arte Moderno de Nueva York), ‘La Libertad guiando al pueblo’ de Delacroix (grafiteada en el Museo Louvre hace menos de una década), ‘La cuenca de Argenteuil con un velero’ de Monet (golpeada en la National Gallery de Irlanda por un tipo que acabó cinco años entre rejas), la ‘Dánae’ de Rembrandt (salpicada con ácido sulfúrico en el Hermitage de San Petersburgo por un visitante lituano en 1985), etc.

    El mismo corrosivo destino sufrió ‘La ronda de noche’ de Rembrandt en 1990, una pieza que también sería víctima de cortes de navaja en 1975 y 1991. Más espectacular incluso fue el asalto contra el ‘Cartón de Burlington House’ de Da Vinci en 1987, perpetrado por Robert Cambridge, quien disparó contra la obra a dos metros de distancia con una escopeta recortada. Aun así, el dudoso premio al cuadro más atacado de la historia probablemente corresponda a la ‘Gioconda’ de Da Vinci. La popular pintura recibió el tartazo de un visitante disfrazado de anciana en silla de ruedas, fue también víctima del ácido, rociada con pintura roja, salpicada con una taza de té, apedreada durante una cesión temporal al Museo Nacional de Tokio... Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la Mona Lisa es la reina de la supervivencia en el mundo del vandalismo antiartístico.

    El dudoso premio al cuadro más atacado de la historia probablemente corresponda a la ‘Gioconda’ de Leonardo Da Vinci

    Aunque históricamente la mayor parte de estos incidentes han sido protagonizados por personas diagnosticadas con alguna enfermedad mental, los últimos asaltos comienzan a mostrar un perfil sensiblemente diferente, pues tienen como protagonistas a activistas cada vez más jóvenes, pertenecientes a diversas organizaciones que atacan iconos artísticos para lograr unos minutos de publicidad en prime time. Es razonable intuir que esta tendencia tiene alguna vinculación con el creciente desconocimiento y desapego de las nuevas generaciones hacia este legado de valor incalculable.

    En efecto, por poner un ejemplo, esta misma mañana he recibido un ‘reel’ de una página sobre historia del arte, donde se mostraban imágenes de la escalera helicoidal diseñada en 1932 por el italiano Giuseppe Momo para los Museos Vaticanos, afirmando que era obra de Bramante, confundiéndola con otra construida junto al Cortile Ottagono cuatro siglos antes (una información que he transmitido inmediatamente al responsable de la web de la manera más educada pero contundente posible). Aun así, no creo que sea éste el problema fundamental, sino el hecho de que hemos asumido un modelo comunicativo donde cualquier medio justifica el fin de lograr un impacto global.

    Pensemos, por ejemplo, en ‘La Primavera’ de Botticcelli, expuesta en la florentina Galleria degli Uffizi tras un cristal protector, al que dos medioambientalistas se adhirieron con pegamento este mismo verano. Algo parecido sucedió en octubre con la ‘Masacre en Corea’ de Picasso, ubicada en la National Gallery de Melbourne, donde otra pareja utilizó la misma técnica.

    Más resonancia mediática tuvieron los miembros del grupo ecologista alemán Letzte Generation, quienes lanzaron puré de patata sobre el vidrio que cubre ‘Los Pajares’ de Monet, expuesto en el Museo Barberini de Potsdam. Apenas dos semanas antes, un par de jóvenes integrantes de Just Stop Oil habían arrojado sopa de tomate a ‘Los Girasoles’ de Van Gogh, en la National Gallery de Londres. Una de las detenidas dejaba meridianamente claro que estos ataques no tienen nada que ver con el arte: «Reconozco que es una acción ridícula, pero no estamos haciendo la pregunta de si la gente debería estar lanzando sopa a un cuadro. Lo que estamos haciendo es llamar la atención».

    Supongo que debemos consolarnos con el hecho de que, en todos estos incidentes, sus autores han tenido la consideración de asaltar obras cubiertas con elementos de protección, de modo que los desperfectos causados en estas valiosas piezas han sido ciertamente menores.

    Aun así, sospecho que estos actos de vandalismo visionario hacen un flaco favor a la causa que defienden. Al margen de que coincidamos de forma más o menos matizada con los postulados del movimiento ecologista, la estrategia de convertir los museos en un circo de la barbarie sólo favorecerá en la opinión pública una inevitable sensación de que las amenazas medioambientales son paranoias propias de gente perturbada, como Laszlo Toth o Robert Cambridge.

    Y lo más triste del asunto es que, con frecuencia, estos riesgos ecológicos suelen ser absolutamente reales.

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