Opinión

La Mirada

Javier Luque

Javier Luque

Javier Luque es periodista, experto en desinformación y violencia online. Responsable de Medios Digitales y Protección Online del Instituto Internacional de la Prensa (IPI).

El teatro de la sospecha

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Durante los últimos tres años he tenido la oportunidad de observar, casi con lupa, cómo se construyen y circulan las narrativas de desinformación contra la prensa. Desde el Observatorio que coordina el IPI, hemos registrado varios ejemplos en distintos países en Europa, contextos políticos y lenguas. Y, sin embargo, hay un aire de familia que los hace reconocibles al instante: patrones que se repiten, marcos que se reciclan, etiquetas que saltan de un país a otro como si hubieran nacido de la misma factoría.

El primero es el más obvio: “los medios mienten”. Una frase tan simple como devastadora porque no necesita pruebas; basta con que alguien poderoso la repita con convicción para que siembre duda en el público. En nuestras bases de datos abundan los ejemplos: presidentes que desacreditan investigaciones incómodas, partidos que etiquetan de “fake news” a quienes fiscalizan su gestión. No es un debate sano, en los casos que hemos analizado, se trata de una estrategia calculada.

Otro relato recurrente, y quizá el más peligroso para la seguridad física de los periodistas, es el que presenta a la prensa como “enemiga del pueblo”. Ese marco, cargado de tintes populistas, no busca solo desacreditar un artículo concreto, sino situar a periodistas y redacciones en el campo contrario, como si formaran parte de una élite hostil. Lo hemos visto en narrativas que circulan en América Latina, en Europa del Este o en España: el mismo guión, distintas voces. También aparece el recurso del “activismo disfrazado”. Según esta narrativa, los periodistas no informan, militan. Cualquier investigación sobre corrupción, cambio climático o derechos humanos se etiqueta como campaña ideológica. En el Observatorio lo hemos rastreado especialmente en coberturas sobre género o migración, donde la desinformación se apoya en prejuicios para amplificar el descrédito. Es una forma sofisticada de desactivar la credibilidad: si quien escribe está “militando”, entonces no importa lo que cuente, aunque esté bien documentado.

El mecanismo de difusión es igualmente revelador. Nada de esto circula al azar. Detrás hay campañas coordinadas que combinan acoso digital, repetición de etiquetas y manipulación visual. Hemos visto cómo, en cuestión de horas, una consigna lanzada desde un perfil influyente se convierte en tendencia, con cientos de cuentas replicándola al unísono. En ese escenario, la periodista no discute hechos: lucha contra un coro que repite la misma acusación hasta hacerla parecer verdad.

Las consecuencias son graves. Primero, generan un clima de desconfianza estructural: si el público internaliza que los medios son sospechosos por definición, cada noticia pierde parte de su valor. Segundo, fomentan la autocensura: sabemos de profesionales que han dudado en publicar por temor a la siguiente campaña de acoso. Tercero, distorsionan la conversación democrática: lo urgente deja de ser el contenido del reportaje y pasa a ser la credibilidad del mensajero.

¿Qué hacer frente a esto? Desde el Observatorio hemos aprendido que el primer paso es nombrar las cosas: identificar que se trata de campañas de desinformación y no de debate genuino. Después, transparencia: explicar cómo se trabaja, cuáles son las fuentes, qué significa rectificar. También hemos visto la importancia de las alianzas: medios que comparten aprendizajes, organizaciones que documentan ataques, periodistas que se apoyan en redes de solidaridad.

Tras tres años analizando estos relatos, llego a una conclusión clara: no se trata de proteger a la prensa por corporativismo, sino de proteger el derecho ciudadano a estar informado. Cuando se erosiona la credibilidad de los periodistas o dejan de informar, o modulan su voz, debido a la constante intimidación en redes, lo que se debilita es la capacidad de la sociedad para entenderse a sí misma. Las narrativas de desinformación no son simples ataques a un gremio: son ataques a la democracia.

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