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    Por qué incumplimos los buenos propósitos

    La mirada

    14 diciembre 2022 18:39 | Actualizado a 15 diciembre 2022 07:00
    Lluís Amiguet
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    De nuevo, este año volveré a proponerme perder 5 kilitos. No es mucho, apenas un 7% de mi peso, pero el reconocimiento médico de la empresa insiste en que tengo el hígado demasiado graso y hay que rebajar calorías. Así que volveré a jurarme, como en el 2022, que en el 2023 me quitaré de encima esa grasa: «La mejor inversión en sacrificio –dice mi médico– que puede hacer por su calidad de vida».

    Y, sin embargo, les confieso que estoy casi seguro de que mi propósito para el 2024 volverá a ser el de quitarme los malditos 5 kg. Muchos de ustedes –la obesidad es una pandemia– fallarán en eso o en dejar de fumar, de beber, de tuitear... Las redes, el móvil, la política convulsa y taquicárdica, la mismísima adicción al trabajo puede devenir una lamentable dependencia que nos amarga y amarga la existencia a nuestros seres próximos hasta que si no frenamos dejan de serlo y nos quedamos solos con ella.

    La razón, me explica el neurocientífico Moshe Bar, es que nuestro cerebro necesita –es muy egoísta– de un continuo estímulo neuroquímico para seguir funcionando. El muy traidor está enganchado a los estímulos –serotonina, dopaminas, endorfinas, acetilcolina...– de los neurotransmisores.

    Por eso, nos pasamos la vida intentando alcanzar y no perder esa zona de equilibrio, ni demasiada euforia ni demasiado poca, que nos permite «anar fent», ese ir tirando sin que nos quedemos tirados en un sofá sintiendo que todo da lo mismo; o que salgamos a la calle con la bandera, da igual qué bandera, para proclamar victorias.

    Y ahí viene la gran trampa: hay un modo sabio, honesto, sincero, sencillo, pero ay, lento y trabajoso de alcanzar esa zona de confort espiritual y bioquímico que hace maravilloso vivir. Se trata de asumir que la vida no tiene más sentido que el que cada uno de nosotros sepamos darle y que no se realiza del todo hasta que no se comparte.

    De ahí que el único sentido del trabajo sea un trabajo con sentido. Y que ese sentido consiste en dárselo al generar valor para los demás.

    De ese modo, al sentirnos útiles ergo reconocidos y aun queridos o por lo menos merecedores de ese reconocimiento y cariño, obtendremos, y ahí viene la trampa: de forma lenta, gradual y difusa esa recompensa neuroquímica.

    El abuelo obtiene esa gratificación neuronal al sentirse querido por sus nietos o, si no se ha trabajado ese cariño, puede optar por el atajo del puro y las tres copas de coñac si no ha conseguido consolidar ese circuito virtuoso de afecto. Y sustituyan cada uno de ustedes las copas de coñac por su atajo vicioso (en mi caso, los postres que me garantizan los 5 o más kg extra).

    No hay religión, benditos quienes la tengan, ni siquiera ética detrás de estas observaciones de Bar: sólo pura bioquímica. Es la consecuencia de nuestra evolución: la vida nos duele siempre en el mismo sitio, el del reconocimiento de los demás, porque al homínido que la tribu no quería se lo comían las fieras. Si no somos capaces de obtenerlo y con él ese estímulo a largo plazo para nuestros cerebros, los buscaremos en los atajos de conductas y sustancias adictivas.

    Fue algún homínido rechazado por la manada quien halló consuelo en unas hierbas desconocidas que le causaban euforia al masticarlas. Lo malo, advierte Bar, es que cada vez necesitaba más hierba para obtener esa compensación que le hubiera dado la compañía, cariño y confianza de los suyos en ritos ancestrales como el de esta navidad. Feliz año, amigos del Diari.

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