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    Tarragona boomer

    Recuerdos de otra época. Viendo el informe de la ONU he evocado
    los 80 en la Tarragona boomer y cómo nos amontonábamos en las aulas del Martí i Franquès, entonces el únicoinstituto de la ciudad

    13 julio 2022 19:14 | Actualizado a 14 julio 2022 07:00
    Lluís Amiguet
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    La ONU acaba de publicar sus últimas estimaciones demográficas y son sobrecogedoras: a final de siglo vamos a ser menos humanos; porque China e India han dejado ya de tener niños, pese a la cacareada política del tercer hijo, y están en plena recesión de nacimientos.

    En Occidente, los boomers –nacidos a principios de la gran prosperidad de los 60 hasta las crisis del petróleo que acabaron en los 80– vamos a ser, en consecuencia, la mayoría demográfica más duradera de la Historia. Inventamos la juventud como categoría decisiva en la política, las modas y la publicidad y ahora inauguramos la longevidad, que puede permitirnos a muchos, tal vez obligar a otros, a trabajar hasta los 70 por lo menos. Después, llegaron los millenials, pero ya fueron minoría y otra Historia.

    Viendo el informe de la ONU he evocado los 80 en la Tarragona boomer y cómo nos amontonábamos en las aulas del Martí i Franquès, entonces el único instituto de la ciudad, entre huelgas de PNN y asambleas donde la fuerza más activa en las asambleas eran las juventudes... ¡Maoístas!

    También he recordado a nuestro ‘Vaquilla’, porque la ciudad tenía un delincuente pandillero temible, cuyo nombre reservo para mi memoria por si tuviera descendientes lectores del Diari.

    Y tuvo nuestro vaquilla tarragoní muy mala suerte al nacer en una chabola de las desbordadas por las oleadas de inmigrantes. En cambio, fui afortunado al escapar de las palizas –alguna patada sí me llevé– que nos propinaba su pandilla al llegar al centro.

    La mayoría de mis compañeros de pupitre no hablaban catalán y como no sabían pronunciar «Lluís», me llamaban «Chuis», que todavía es mi nombre de guerra para ellos. Sus padres eran en su mayoría empleados de la petroquímica y de otras fábricas y tenían tres principios que explican la Tarragona y tal vez la Catalunya de hoy: trabajar, trabajar y trabajar. Algunos fines de semana también trabajaban.

    También querían que sus hijos estudiaran, estudiaran y estudiaran. Y, en consecuencia, muchos de aquellos chavales llegaron a la universidad conmigo gracias al enorme esfuerzo de sus padres y allí volvimos a abarrotar todas las aulas.

    Lo que pasaba en el sistema educativo se repetía en hospitales, bares, cines –tampoco cabía un alma en el estreno de Enmanuelle en el Cine Tarragona–, gasolineras, donde los de clase limpiábamos coches para pagarnos los vicios, y, en general, detrás de cada ventanilla de servicio público.

    Y en los transportes: coger un tren a Barcelona y llegar a la clase de las 9 –y perdonen que hoy soy un abuelo cebolleta– era una odisea que, a menudo, exigía aguantar de pie la hora y cuarto del trayecto con la posibilidad de que el pasaje masculino dejara vacante su asiento durante el breve tránsito por las playas del Garraf para contemplar algún bikini en la lejanía.

    La ciudad se desbordaba... ¿Quieren creer que hasta en el centro parroquial éramos demasiados? Pero también preparábamos las revoluciones del bienestar que hoy se dan por descontadas: la planificación familiar redujo drásticamente en una generación el número de nacidos tarraconenses. Y las aulas prefabricadas y las colas en urgencias en apenas una década dejaron de ser habituales.

    La universidad, doy fe como profesor, dejó de verse desbordada en Barcelona para convertirse con la URV en la gran apuesta de nuestros territorios, con sus centros de investigación. Y lo que eran niños por todas partes son hoy perros que no dejan esquina sin conocer.

    No sé si nuestro ‘Vaquilla’, en fin, habrá tenido hijos. A menudo me lo pregunto; pero estoy seguro de que si los tiene habrán tenido más oportunidades que su padre. Y deberíamos alegrarnos.

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