Los símbolos y el fondo

El símbolo ha sido en este caso el pretexto para aflorar un problema de fondo

19 mayo 2017 22:39 | Actualizado a 22 mayo 2017 17:55
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Como es habitual cada vez que un equipo de fútbol catalán o vasco juega la final de la copa de fútbol del Rey, también esta vez ha habido un masivo pitido del público asistente que ha hecho inaudible el himno nacional, que se interpreta al llegar el jefe del Estado al palco presidencial. El rey Felipe VI ha pasado esta vez estoicamente por el mismo mal trago por el que pasó varias veces su progenitor.

Como también es habitual, se ha montado un gran revuelo político en torno al incidente, que los nacionalista interpretan como una expresión reivindicativa y el Gobierno de la nación -y los partidos estatales-, como una falta de respeto a los símbolos patrios. La cuestión, vistosa pero poco relevante, es vidriosa. De entrada, hay que decir que el himno nacional no tiene protección constitucional en contra de lo que se ha dicho. El artículo 4 CE describe la bandera española y en un segundo apartado establece que “los Estatutos podrán reconocer banderas y enseñas propias de las Comunidades Autónomas. Estas se utilizarán junto a la bandera de España en sus edificios públicos y en sus actos oficiales”. La única protección de que disfruta el himno nacional, ciertamente tardía, se la proporciona el Código Penal: el artículo 543 ( Ley Orgánica 10/1995 de 23 de noviembre) dispone textualmente que «Las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad, se castigarán con la pena de multa de siete a doce meses.»

Como se ve, la protección es indirecta y vaporosa. Y la jurisprudencia existente declara que pitar el himno es un ejercicio de crítica política protegido por el derecho a la libertad de expresión. En 2009, la Fundación DENAES se querelló contra los instigadores de la pitada de aquel año a los que acusó de delitos de injurias al rey, apologíaa del odio nacional y ultrajes a España. El juez Pedraz inadmitió la querella en un auto que decía textualmente: “Al efecto la pitada efectuada durante la llegada del Rey, durante la interpretación del himno nacional así como la colocación de la pancarta con el lema “good bye Spain”, están amparadas por la libertad de expresión, y no pueden considerarse difamatorias, injuriosas o calumniosas, ni mucho menos que propugnen el odio nacional o ultraje a la Nación, no siendo merecedoras de reproche penal, teniendo además en cuenta el principio de intervención mínima”. DENAES recurrió, también sin éxito. Ahora, Jueces para la Democracia ha opinado lo mismo: los silbidos están amparados por la libertad de expresión.

La Comisión Antiviolencia, convocada con precipitación por el Gobierno, consciente de lo complejo de su misión, ha abierto investigaciones para depurar responsabilidades y ha remitido las actuaciones a la fiscalía, que es una manera de diluir el asunto y dejarlo en nada. A nadie, en las alturas, se le ha ocurrido decir -ni siquiera pensar, seguramente- que la algarabía en presencia del Rey es, ante todo, la prueba palmaria de un problema irresuelto que habría que encarar y resolver. Que el símbolo ha sido en este caso el pretexto para aflorar un problema de fondo.

Quizá, de cualquier modo, la bronca hubiese sido más manejable si a alguien se le hubiera ocurrido interpretar los himnos catalán y vasco al mismo tiempo que el español, o si alguna de las instituciones deportivas del Estado residiera en Barcelona en lugar de en Madrid, o si pocos días antes de la gran final el presidente del Gobierno hubiera convocado con alarde a todas las comunidades para negociar a cara descubierta un nuevo sistema de financiación que satisficiera en lo posible todas las pretensiones.

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