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    30 septiembre 2022 20:16 | Actualizado a 01 octubre 2022 07:00
    Santiago Castellà
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    El llamado Procés se coló sigilosamente en nuestras vidas, como quien no quiere la cosa, y acabó empapando, envolviendo y empantanando, –como un denso chapatote– toda nuestra realidad y la estabilidad que habíamos construido tan lenta y generosamente. Efectivamente, la realidad de la que partía el Procés era desdibujada y falsa; como si Catalunya, en vez de ser plural, compleja y dificultosamente construida, fuera uniforme, monocolor y unánime. La lectura que se hacía de la realidad sociológica del país estaba profundamente distorsionada, pensaba solo en la realidad imaginada de los que algunos han llamado ‘la Catalunya catalana’. Y se coló, digo, sigilosamente empapándolo todo, porque al principio no pareció creíble...

    Parecía imposible que esta mirada pudiera hacerse desde instancias llamadas a autogobernarnos: como podía intentarse un proyecto de futuro desde una visión falsa, limitada, y excluyente de nuestra realidad común. La construcción de la moderna Catalunya democrática, se había hecho impulsada bajo la concepción Tarradellista del ‘Ciutadans de Catalunya, ja soc aquí’: conscientemente evitó hablar de ‘catalans y catalanes’, proponiendo una construcción nacional republicana, cívica y democrática frente a concepciones esencialistas, étnico-identitarias y excluyentes.

    En cierta manera, el espíritu transversal e interclasista del PSUC, –similar a la senda de unificación del socialismo y el ugetismo catalán, y presente en el Congrés de Cultura Catalana y en tantos espacios de la transición del 78–, imbuido de esta moderna concepción tarradellista, nos marcaba una senda de construcción nacional alejada del identitarismo y de la etnicidad, buscando la vertebración de una única comunidad política que evitara explicarse por sus fracturas –sociales, económicas e identitarias– y se explicará por un proyecto de convivencia democrática y progreso económico y social compartido e incluyente. Tan solo unos pocos, en ambos extremos, intentaron jugar la carta del lerrouxismo, intentaron excitar las pasiones identitarias de la procedencia; recuerdo en los 80 las pintadas de ‘como somos mayoría, esto es Andalucia’ o algunas en el otro extremo igual de desafortunadas y con escasísimo éxito.

    Partimos así de una realidad o con una mirada falseada y fatalmente desenfocada. Como reconocen ahora casi todos: ayer mismo, Artur Mas decía en un artículo en Ara que «dir-nos les veritats i reconèixer la realitat no ens farà cap mal, si volem transformar-la». La coincidencia de diversas causas, especialmente el estancamiento que produjo la presidencia de Mariano Rajoy y el gobierno del Partido Popular, conjuntamente con la crisis económica, y la insatisfacción arrastrada durante años de más y mejor autogobierno, llevaron a una ‘rauxa’ colectiva, donde el silencio de muchos y la pasión de muchos otros, llevó a una carrera populista y desbocada, que dibujaba un horizonte independentista redentor.

    Los hechos del 6 y 7 de septiembre en el Parlament de Catalunya son la culminación de esta carrera desbocada, de caminos mal trazados, de promesas incumplibles y de horizontes utópicos mal diseñados. Se organiza una falaz narración donde se oponía (¡En una democracia!) mayoría a normas... Y ahí se acaba deduciendo que si una mayoría parlamentaria lo quiere puede saltarse las reglas de juego que sustentan la democracia.

    «Estoy convencido de que Catalunya necesita recuperar el marco mental del Tarradellismo, que es el proyecto del catalanismo inclusivo y aiberto, el que nos permite a todos sumar para tener más y mejor autogobierno y una financiación más justa»

    Y así, se desvirtúan todos los conceptos que sustentan un proyecto común, se arriesga la convivencia, se desprestigian las instituciones y se utiliza políticamente en beneficio propio a todas las entidades, espacios, proyectos y recursos del país... e indirectamente se produce un proceso de silenciar, minimizar, despreciar y/o expulsar a todos los que no piensan igual.

    El 1 de octubre fue la ceremonia de la confusión. La ilusión desordenada de muchos, la desorientación de un gobierno ya con profundas dudas éticas, y la nefasta actuación de un Partido Popular en el Gobierno de España que no había sabido dialogar ni encauzar, y que finalmente respondía sólo con una actuación policial innecesaria y contraproducente. Estoy convencido de que el 1 de octubre es un día triste para muchos, para unos y otros, y especialmente para los que queremos una Catalunya abierta, plural y nunca fracturada.

    Hoy la sociedad catalana busca pasar pantalla, pasar esta página triste que no nos ha traído nada bueno y cuyas secuelas de parálisis económica, de ausencia de proyectos, de incapacidad de consensos, de crispación, y de deterioro institucional, todavía sufrimos.

    Estoy convencido de que Catalunya necesita recuperar el marco mental del Tarradellismo, que es el del catalanismo inclusivo y abierto, el que nos permite a todos juntos sumar para tener más y mejor autogobierno, una financiación más justa, y sobre todo un proyecto común de progreso, de crecimiento colectivo, en el que todos podamos compartir las diferencias, no como fracturas, sino como aportaciones enriquecedoras a la pluralidad que somos, y que cada vez seremos más.

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