Ya no es suficiente con vivir para merecer atención, ayuda y consuelo. Nadie merece ya nada de antemano. La dignidad se gana o se paga, y nada bueno parece ocurrir sin un ápice de mérito.
El mérito es hoy día una fe consolidada, una moda místico-económica que da crédito a los demás de nuestra utilidad y capacitación. Desmontar este tinglado tan absurdo no será fácil... El mérito al que me refiero actúa en lo social como una selección natural inducida por una necesidad de producir sin límites.
Richard Sennet, sociólogo británico, habló de ello en La corrosión del carácter (Anagrama, 2006), un magnífico ensayo que expone con suma inteligencia las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, entre la que destaca la que aquí apunto. Ser «merecedor de» pasa hoy por aceptar que no basta con dedicar un espacio y un tiempo al trabajo... Para ser merecedor o merecedora una tiene que ser su trabajo, no solo actuar «como si lo fuera», sino serlo constitutivamente.
Imagino que saben a lo que me refiero. El trabajo ya no se piensa como una forma de redimirse de la vulgaridad o de la pobreza cultural, o como una forma social de ayudar al bien común, sino más bien como un «atajo emocional» de las clases medias para seguir profesando acríticamente que gracias a la meritocracia pueden ser merecedoras de una dignidad intocable e incuestionable, repleta de ayuda, atención y consuelo, y de paso, de una calidad de vida satisfactoria.
Las clases medias han sistematizado ya esta coreografía debido a que, como observamos, la función del trabajo está cambiado, y las formas de consumo, también. Así, consumo y trabajo se entretejen para dar vida a una tiranía del mérito –es decir, una forma egocéntrica y poco inteligente de entender la realidad y las relaciones de poder– que ha dejado sin cuidado a las necesidades básicas que las sociedades actuales, mestizas y plurales, necesitan. ¡Algo tan básico como el acceso al padrón municipal, el derecho a una vivienda, a la salud pública o al mercado laboral, entre muchas otras!
Sin embargo, este atajo emocional hacia el mérito no es igual para todos y todas, y sigue funcionando como si lo fuera. Hay un sesgo cultural y económico institucionalizado que da una mayor dignidad –atención, ayuda y consuelo– a quienes forman parte del poder y cultura dominantes.
Mientras que unos pueden acceder a unas clases de trabajo y de consumo y a toda una red de cuidados, otros se ven obligados (por falta de méritos...) a sobrevivir en los márgenes de lo laboral, y en ocasiones de lo legal, lo que se traduce en precariedad en todas sus formas.
Este sesgo se llama racismo político e institucional, y obliga hoy a las personas racializadas a «certificar» una ejemplaridad y a demostrar una disposición excepcional hacia una buena adaptación superior al resto de ciudadanos. No basta con ser quienes son, con su nombre y apellidos, para merecer atención, ayuda y consuelo.
Por si no fuera suficiente con empujar una vida fuera del nido, las personas y las familias migrantes deben someterse a un decatlón agonizante de papeleos, de listas de espera, de ostracismo, exclusión social, de violencia policial, de dudas impuestas, todo ello adicionado a las dificultades que se dan durante las migraciones, que se solapan (y falsean) con las de la sociedad receptora.
¿Cuál tiene que ser el papel de quienes observan esta discriminación en la que unos son merecedores y otros no? ¿No se dan cuenta –ciudadanos y ciudadanas del Norte rico, criados en familias mayoritariamente blancas y de clase media– que su miedo obedece, en un último término, a esta moda tiránica del mérito a causa de haber crecido escuchando que solo ellos son merecedores de una buena atención, ayuda y consuelo?
Todo el mundo merece, como principio. Si piensan lo contrario, si sienten lo contrario, tal vez tengan un grave problema de ego o de meritocracia... No hay otra mirada más amorosa y justa que la de quien sabe reconocer la dignidad en todas las personas.

Merecer

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