Opinión

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Fui hace poco a un curso sobre tecnologías profundas en Harvard. Una de las ponencias hablaba de cómo las grandes marcas acumulan nuestros datos emocionales para conducirnos hacia la compra, el voto o una guerra y que esto llevado al extremo podría ser una herramienta de manipulación a escala y por eso debemos reclamar la soberanía emocional. Su mensaje fue claro: los datos llevados al extremo deben servir para el bien, no para el control emocional.

No solo saben qué compramos, sino cómo nos sentimos mientras lo hacemos. Lo llaman emotional AI, inteligencia artificial emocional, y está creciendo a un ritmo vertiginoso: según la consultora Markets and Markets, este sector podría mover más de 90.000 millones de dólares en 2030.

Estas tecnologías analizan microexpresiones, tono de voz o ritmo cardíaco para detectar estados de ánimo. Un coche inteligente ya puede “notar” si estás enfadado y ajustar la música; un anuncio podría cambiar su mensaje si percibe tristeza en tu rostro; y un robot de atención al cliente detecta frustración antes de que digas una palabra. Todo parece diseñado para hacernos sentir comprendidos... y, de paso, más dispuestos a consumir.

La idea volvió a aparecer hace poco, en el TEDReus, donde la experta en neuromárketing Pilar Navarro explicó con claridad cómo el uso de los datos emocionales permite a la marcas conducirnos a la compra no racional. Recordó que la emoción es una fuerza poderosa, capaz de movernos hacia el bien o de ser utilizada como herramienta de manipulación.

Con la cara ya pagamos. Literalmente. Nuestros teléfonos se desbloquean con ella, y en algunos países basta una sonrisa para autorizar una compra. Lo que antes era una metáfora —“la cara es el espejo del alma”— se ha convertido en la cara es una fuente de datos. En China, algunas escuelas ya utilizan sistemas de reconocimiento facial que miden el nivel de atención de los alumnos. Las cámaras analizan sus expresiones y califican su implicación emocional y por tanto si hay que corregir su comportamiento. El profesor observa pantallas llenas de gráficos, no rostros.

Nos dirigimos hacia una economía del sentimiento, donde la emoción se convierte en dato, y el dato en negocio. Según un informe del World Economic Forum, cada persona genera al día más de un millón de datos relacionados con su comportamiento, muchos de ellos vinculados a estados emocionales inferidos por sensores, cámaras o algoritmos. No hace falta hablar: nuestros gestos lo dicen todo.

Y sin embargo, apenas hablamos de ello. Nos preocupa la privacidad de nuestros datos financieros, pero no la de nuestros sentimientos digitalizados. Aquí la ley nos protege pero no es así en todos los países ni cuando cedemos nuestros datos. No reparamos en que cada pausa, cada clic, cada vacilación frente a la pantalla está siendo analizada para inferir quiénes somos, qué queremos o cuándo somos más vulnerables.

Reclamar la soberanía emocional es mucho más que proteger la intimidad. Es recuperar el derecho al misterio, a no ser leídos, a no tener que emitir constantemente señales descifrables. Significa poder estar tristes sin que el algoritmo nos ofrezca un anuncio de terapia o unas vacaciones “para desconectar”. Significa decidir qué emociones compartimos y cuáles no y no tener que usar lo de cara de póker literalmente.

La tecnología no es el enemigo. De hecho, muchas de estas herramientas pueden ayudarnos a comprender mejor el bienestar mental, la empatía o incluso detectar enfermedades antes de tiempo. Pero la frontera entre el cuidado y el control es cada vez más difusa. Entre el dato y el alma hay una línea fina, y cada clic la borra un poco más.

La verdadera revolución de las deep tech no será la de la inteligencia artificial, sino la de la inteligencia emocional colectiva: aprender a convivir con estas herramientas sin entregar lo más íntimo de nosotros mismos. Ser dueños de mis datos y de mis silencios. Porque en un mundo donde todo se mide —la productividad, el sueño, los pasos, las sonrisas—, el acto más radical puede ser callar y no mirar a la cámara. Guardar silencio, no porque no tengamos nada que decir, sino porque ese silencio nos pertenece. Quizá ese sea el último espacio de libertad: aquello que no puede traducirse en un dato.

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