En su ensayo Looking Back on the Spanish War (Rememorando la guerra española), George Orwell imaginaba «un mundo de pesadilla donde el Líder, o alguna camarilla gobernante, controla no solo el futuro sino también el pasado. Si el Líder dice que este o aquel acontecimiento ‘nunca sucedió’, pues nunca sucedió. Esa posibilidad me asusta mucho más que las bombas». Y en esta España nuestra, entre otras, hemos tenido que oír que ETA aún existe. Y muchos ciudadanos no solo se lo creen, es más, lo defienden con auténtico furor. Más, obligar a los ciudadanos a creer y decir mentiras como si fueran verdad es una forma de control psicológico común a todas las dictaduras. Como argumentaba Spinoza, que un hombre se vea obligado a hablar conforme a los dictados de un poder supremo es una gravísima contravención de su «inalienable derecho natural» a ser «dueño de sus propios pensamientos». Con la misma filosofía se expresa el gran periodista argentino asesinado por la Junta Militar de Argentina Rodolfo Walsh en el año 1977: «Creo, con toda ingenuidad y firmeza, en el derecho de cualquier ciudadano a divulgar la verdad que conoce, por peligrosa que sea».
La clave más profunda para salvaguardar la democracia es cultivar […] una ciudadanía madura, crítica, imbuida de los valores de justicia y de dignidad.
En su diario, Winston Smith (es un personaje ficticio y protagonista de la novela 1984 de George Orwell) escribe: «La libertad es la libertad de decir que 2+2 son 4. Si se admite esto, todo lo demás llega por descontado». Al final de la novela, su resolución se ha visto completamente mermada por las torturas, y Smith acaba escribiendo inconscientemente la ecuación «2 + 2 = 5» con el dedo en una mesa cubierta de polvo. Lamentablemente en muchos medios españoles, algunos periodistas tienen que comportarse como Winston Smith: Ana Rosa Quintana, Susana Griso, Vicente Vallés, Francisco Marhuenda, Antonio García Ferreras… Hay dos, cuyos nombres no quiero citar: uno dirige un auténtico panfleto digital, plagado de mentiras; y al que le proporcionan filtraciones desde los tribunales; y el otro, de ya larga trayectoria radiofónica, que desde hace décadas siembra crispación a raudales en la sociedad española y que por ello es premiado por otros medios. Para todos ellos, me parece muy apropiada la frase de Upton Sinclaire: «Es difícil conseguir que un hombre entienda algo, cuando su salario depende de que no lo entienda».
Como dice Pablo Vallín, «se diría que a algunos periodistas, entre los anteriormente citados, se les cayeron hace tiempo tres letras y que hoy son peristas. Porque, ¿de qué sirve un viejo vídeo de Cristina Cifuentes obtenido de forma ilegal en un supermercado sin una televisión dispuesta a difundir el escarnio durante una mañana entera? Y quién no recuerda: ‘Inda, voy con ello, pero esto es demasiado burdo’. Decía el periodista de ficción Will McAvoy: «Si a sabiendas dejas que alguien mienta en tu programa, quizá no seas un camello, pero sin duda eres la persona que lleva el camello en el coche». El periodismo es libre o es una farsa. Según Josep Pulitzer: «Con el tiempo, una prensa mercenaria, demagógica, corrupta y cínica, crea un público vil como ella misma». Julia Cage en su libro Salvar los medios de comunicación, defiende que un medio de comunicación no es, o mejor no debería ser, una empresa como las demás, y que tiene que estar protegida por el Estado. Y es así, porque los medios producen información de interés general, que debería ser considerada un bien público y tendríamos que protegerla. Tener acceso a una información transparente y veraz resulta imprescindible para el buen funcionamiento de una democracia. Lamentablemente, es muy frecuente que la información que llega a los ciudadanos desde los medios y los gobiernos de turno es parcial y nada transparente.
En cuanto a la ciudadanía, si está impregnada de los valores democráticos –ya llevamos unas décadas de democracia–, por simple higiene democrática, debería castigar a determinados periodistas y programas, simplemente con no verlos ni oírlos. Si a pesar de estos casos flagrantes de informaciones falsas, o mejor, no veraces, persiste en consumirlas, allá cada cual. Si los ciudadanos no castigan algunos comportamientos mediáticos, se refuerzan los hábitos antidemocráticos. Por ello, la clave más profunda para salvaguardar la democracia es cultivar, desarrollar una ciudadanía madura, crítica, imbuida de los valores de justicia y de dignidad. Y aquí es fundamental la educación: en la escuela, los medios, la familia, y en cualquier institución con capacidad de influencia.