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    Todavía está por ver si su actual visita constituye un hecho puntual o si nos encontramos ante un intento de terminar de forma sibilina con este período de ostracismo

    21 mayo 2022 19:43 | Actualizado a 22 mayo 2022 08:58
    Dánel Arzamendi
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    Tras dos años de exilio voluntario en Abu Dabi, Juan Carlos I ha decidido volver a pisar suelo español, aprovechando la celebración de una regata en la localidad pontevedresa de Sanxenxo. La decisión de abandonar el país se produjo en agosto de 2020, y fue oficialmente comunicada a su hijo Felipe VI con el siguiente mensaje: «Hace un año te expresé mi voluntad y deseo de dejar de desarrollar actividades institucionales. Ahora, guiado por el convencimiento de prestar el mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y a ti como rey, te comunico mi meditada decisión de trasladarme en estos momentos fuera de España». Con un oscurantismo impropio de estos tiempos, días más tarde conocimos el lugar donde el monarca emérito había fijado ya su nueva residencia, con el príncipe heredero Mohamed Bin Zayed como anfitrión.

    La espantada se producía en el marco de una investigación judicial sobre cobro de comisiones ilegales, blanqueo de capitales y fraude fiscal, mezclados con bochornosas cacerías y un escándalo de sábanas que formaba parte indisoluble del sainete. Eran tales los indicios del comportamiento censurable del antiguo Jefe del Estado, que su propio hijo anunció una ruptura sin precedentes con la etapa anterior, que incluía su decisión de renunciar a la eventual herencia que pudiera recibir, y la retirada de la asignación pública que el hijo del Conde de Barcelona recibía desde su abdicación. Después de poner pies en polvorosa, desde la Fiscalía Anticorrupción se anunciaron nuevas investigaciones: movimientos turbios en varias tarjetas de crédito, fondos opacos en la isla de Jersey... Más tarde vinieron las regularizaciones fiscales, la demanda por acoso interpuesta por Corinna Larsen, y la constatación innegable de que las acusaciones contra Juan Carlos I no eran un simple contubernio republicano. Había miga, y mucha.

    Algunos vieron en la marcha del monarca un exilio de facto, de carácter probablemente definitivo, reviviendo el sendero ya recorrido por algunos de sus antepasados. Para otros, se trataba de una simple estratagema para poner tierra de por medio, con la esperanza de que el simple paso del tiempo borrara, poco a poco, el lamentable recuerdo de sus episodios más impresentables. En este sentido, todavía está por ver si su actual visita constituye un hecho puntual, o por el contrario, si nos encontramos ante un intento de terminar de forma sibilina con este período de ostracismo. En cualquier caso, a diferencia de ‘El retorno del Rey’ de Peter Jackson, basado en la obra cumbre de Tolkien, el regreso de Juan Carlos I no ha estado envuelto en épica y gloria, sino en vergüenza, reproche y una avalancha de memes. Sólo un limitado y desnortado grupo de recalcitrantes juancarlistas ha celebrado esta iniciativa. ¡Vivan las caenas! De hecho, la llegada de su vuelo privado al aeropuerto de Vigo debería más bien asociarse con otra película, ‘Aterriza como puedas’, porque el modo en que se ha producido esta berlanguiana visita ha chocado frontalmente con los planes de la Moncloa y la Zarzuela.

    Es probable que la muy diferente forma en que este episodio está siendo valorado desde numerosos foros tenga que ver con los variados enfoques que pueden defenderse ante un asunto donde se confunden conceptos que conviene distinguir: legalidad y moralidad, aspectos privados de un personaje público y trascendencia pública de una vida privada, inviolabilidad e impunidad, monarquismo y juancarlismo... En efecto, una cosa es que el sistema jurídico español haya permitido que Juan Carlos I se vaya de rositas por sus actividades ilícitas, y otra que esos hechos deban ser socialmente tolerados. Una cosa es que cada uno pueda acostarse con quien quiera, y otra que se pague a esa otra persona con turbias comisiones cobradas por ostentar un cargo institucional hereditario. Una cosa es que la Constitución prevea la inviolabilidad de la figura del rey, y otra que esa previsión legal se utilice como un cheque en blanco para cometer impunemente irregularidades económicas de naturaleza privada que nos llevarían a la cárcel a cualquiera de nosotros. Una cosa es ser partidario del modelo monárquico, y otra jalear a quien ha hundido el prestigio y la honorabilidad de este modelo de gobierno, tan discutible como defendible.

    Efectivamente, en mi opinión, hacen un flaco favor a la Corona quienes estos días han recibido al rey emérito como a un héroe, tanto en los pantalanes de Sanxenxo como en algunas redacciones madrileñas. Este tipo de actitudes vuelven a demostrar que vivimos en un país frecuentemente lamentable, donde lo que importa no son los hechos, sino el bando al que pertenece su responsable. El ejemplo más palmario de este fenómeno lo encontramos en la interminable secuencia de casos de corrupción que ha asolado nuestro modelo de partidos: cuando eran los otros quienes habían actuado indebidamente, la condena del adversario era absolutamente brutal y con tendencia a la criminalización generalizada; por el contrario, si eran personas de nuestra cuerda ideológica quienes habían sido pillados con la mano en un bolsillo ajeno, entonces simplemente se trataba de casos puntuales y anecdóticos de comportamiento quizás inadecuado (cuando no, la intolerable consecuencia de una oscura persecución, o incluso una jugada maestra de unos abnegados patriotas).

    En los países con tendencia a pensar con las tripas, suele costar entender que no existe nada más suicida, estratégica y moralmente, que relativizar la gravedad de los actos censurables cometidos por alguien, simplemente porque es uno de los nuestros. Ningún grupo o movimiento se libra de este sectarismo, incluido el colectivo monárquico. No es de extrañar, por tanto, que algunos políticos y periodistas cortesanos se asombren por el rigor con que el actual monarca está tratando a su padre en esta cuestión. Por el contrario, creo que la contundencia de Felipe VI demuestra, precisamente, que quizás sea uno de los pocos monárquicos auténticos que quedan en España.

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