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    de gloria

    10 octubre 2022 20:12 | Actualizado a 11 octubre 2022 07:00
    Òliver Márquez
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    Una de las pocas cosas buenas que tiene acercase a los cincuenta es que ya puedes permitirte explicar batallitas de juventud. Pido disculpas de antemano a las nuevas generaciones de tarraconenses que, para su desgracia, seguramente hoy no entiendan ni una palabra.

    A finales de los años noventa las escaleras más famosas de la ciudad de Tarragona no eran las de la Catedral, eran las que daban acceso a los locales del Port Esportiu. Recuerdo perfectamente, cada fin de semana, el subidón de adrenalina que sentíamos al bajar aquellos pocos escalones bien entrada la madrugada. A la derecha, Vamp y Antártida, a la izquierda, Cricket, Vogue, La Fábula, Cayo Largo, Malecón, Totem de Mar, Musgo, Trencagels, El Cel, Sala Golfus y Backstage, entre otros. La noche se presentaba a lo grande. La culminación perfecta a una larga semana de estudios o de trabajo (o ambas cosas en mi caso).

    Por aquel entonces, si hablamos de ocio nocturno, Tarragona era referente en Cataluña. Una ciudad segura, universitaria, con mucha marcha, capaz de atraer a grupos de jóvenes de todos los rincones y cuyas calles hervían todas las noches de jueves a sábado.

    Yo no fui especialmente fiestero (por si acaso esto lo lee mi esposa o mi suegra). Apenas me comía un rosco, pero recuerdo aquella época con nostalgia y, no solo por mí, sino por la propia ciudad de Tarragona, que entonces desprendía una energía que ha ido perdiendo con el paso de los años. Salía siempre con mi primo Víctor, un tío de casi dos metros que religiosamente venía cada viernes con su Opel Astra desde Vilanova i la Geltrú. Como todos los que llegaban de fuera, aparcábamos como podíamos en el Miracle, donde la retahíla de coches ocupaba las aceras laterales y centrales a lo largo de todo el paseo. Ni multas ni nada. El coche se quedaba allí hasta altas horas de la madrugada.

    La ruta estaba clara. Si el presupuesto daba para cenar, primero tocaba la pizzería Trastevere de la calle Apodaca. Pero normalmente íbamos caninos. No había otra opción que tomar algo en casa e ir luego directos al meollo. En el primer tramo de la noche, el ambiente estaba entre las calles Rebolledo y Pau del Protectorat. La Vaquería, la Llar del Pernil o la Tacita (donde una mujer rusa ponía unos chupitos que hasta hoy he preferido mantener en el olvido) concentraban la oferta de la primera copa. Por la zona había otros puntos de reunión míticos: Piscolabis, Mesón del Vino, Mesón Andaluz, el Tucàn, l’Enriqueta, La Canela (actual Sala Zero)... A poco que avanzaba la noche caminábamos unos 100 metros para disfrutar de la mítica efervescencia de los Kukudrulu, Toc de Gralla, Fitxa-t’hi, La Nau, Febre Ku, Carpe Diem, Acrópolis, Bar Bitàcora... Manolo García, Seguridad Social y U2 resonando a doquier en todos los gatiros. Momentos de gloria en plena juventud. Nos conocíamos todos y todas. Sin necesidad del maldito WhatsApp, sabíamos perfectamente dónde encontrar a los colegas, en qué punto exacto de cada barra de cada local, y a qué hora. El cubata costaba 500 pesetas. Pero con la llegada del euro, lo pusieron a 5 euros (¡832 pesetas!).

    A finales de los 90, las escaleras más famosas de Tarragona no eran las de la Catedral. Eran las que daban acceso a los locales de ocio del Port Esportiu

    Hacia las tres de la madrugada dicha marabunta se desplazaba ordenadamente (más o menos) al Port Esportiu, cruzando por el paso a nivel de la Plaça dels Carros (no había paso subterráneo para peatones) y bajando por las pequeñas escaleras a tocar del edificio de la Autoritat Portuaria. Los que venían de fuera accedían por las más cercanas a la playa de la Comandancia. El fenómeno de aquellos primeros años en el Port Esportiu es algo digno de estudio. Ninguna ciudad concentraba en un único espacio tal oferta de ocio nocturno. Alejado del núcleo urbano y sin molestar a los vecinos, se dieron las circunstancias para que el modelo se convirtiera rápidamente en un éxito. Un lugar seguro, accesible a pie y –no menos importante–, regentado por empresarios locales que se responsabilizaban de su clientela. Un espacio donde canalizar la energía de aquella afortunada juventud tarraconense de finales de los 90, que pudo disfrutar de la noche a pocos centenares de metros de sus casas. De hecho, me atrevo a decir que los de mi generación apenas cogíamos el coche para salir de marcha. No nos hacía falta, porque lo mejor ya estaba aquí.

    Llamo a mi primo para ratificar mi percepción de la Tarragona de aquella época. «Nunca vimos ninguna pelea ni ningún mal rollo. Recuerdo que esperaba la llegada del fin de semana para venir a Tarragona a pasarlo bien contigo y para ver a caras conocidas. ¿Recuerdas el grupo de chicas con el que siempre coincidíamos en el Fixa-t’hi? Pues aún, de vez en cuando, mantengo contacto por Facebook», me dice. Yo también recuerdo centenares de caras. Y aún hoy en día, casi 20 años después, nos dedicamos un saludo nostálgico al cruzarnos por la calle.

    A los 27 años, por razones de trabajo, me trasladé durante una temporada a Barcelona. Como siempre he sido muy responsable, pronto dejé de salir por las noches. Así que desconozco las razones exactas por las que el Port Esportiu acabó tan mal. Con el paso de los años se volvió un lugar inseguro y lleno de gente indeseable, con altercados, peleas, puñaladas y otros graves incidentes, casi siempre relacionados con temas de drogas. Me explican que la especulación con los alquileres y la progresiva expulsión de los empresarios locales, abriendo la puerta a otros de procedencia sospechosa, acabaron con aquel modelo que tan bien había funcionado. Una lástima, porque degeneró en algo muy alejado de lo que mi primo y yo habíamos vivido unos años antes.

    Como padre, preferiero que mis hijos vayan de marcha al pub de un empresario local a que hagan botellón en el parking del cementerio o en el Camp de Mart

    Con el Port Esportiu sentenciado, la noche es otra historia. En Tarragona sólo unos pocos y valientes empresarios aguantan una oferta de ocio nocturno correcta, pero escasa y no tan diversa. Totem Cafè i Totem de dalt, Premium Club, Highland, El Cau y Sala Zero. Estos 6 locales y los bares de la plaça de la Font son la base de la marcha en una capital de provincia que, según publicó Diari de Tarragona hace tiempo, moviliza apenas unos 3.000 jóvenes las noches de fin de semana. En los años 90, el número era superior a los 15.000. Estamos expulsando a la gente joven de la ciudad, una grave equivocación a medio y largo plazo.

    No me atrevo a afirmar que aquel modelo del Port Esportiu de los 90 fuese perfecto. Pero sí que mejoraba lo que tienen nuestros jóvenes hoy en día. Yo soy un padre con hijos a punto de entrar en la adolescencia. Es decir, que en poco tiempo empezarán a querer salir. Pues, en plena época de desarrollo personal, prefiero que mis hijos vayan de marcha a los locales de Christian Compte o Toni Vera, ambos empresarios locales que saben de qué va la noche, a que hagan botellón en el aparcamiento del cementerio o en el Camp de Mart. Prefiero que vayan andando con sus amigos a un concierto en la Sala Zero a que cojan el coche para a ir Barcelona y luego vuelvan en plena madrugada. Prefiero que socialicen y conozcan a gente real hablando en primera persona, aunque sea en la barra de un pub, a que se aislen en casa colgando videos en TikTok o tragándose series de Netflix.

    Como dice un buen amigo mío: una ciudad sin noche no tiene día. Hay que cuidarla.

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