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    Programas y pactos

    27 mayo 2023 20:46 | Actualizado a 28 mayo 2023 07:00
    Dánel Arzamendi
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    Desde primera hora de hoy, millones de personas desfilarán por delante de su mesa electoral para depositar la papeleta que determinará el partido que, durante los próximos cuatro años, llevará las riendas de su ayuntamiento (en todos los municipios), de su diputación (habitualmente de forma indirecta, o mediante elección expresa en los territorios forales), así como de su gobierno autonómico (en gran parte de las comunidades). Los expertos en demoscopia comentan que son pocos los ciudadanos que votan a una lista concreta por convencimiento, y muchos los que se arrastran hasta la urna para evitar que acabe ganando la formación política que aún les convence menos.

    Entre los motivos que frecuentemente se vinculan con esta falta de entusiasmo democrático, destaca un reproche bastante generalizado: ningún candidato cumple lo que promete. Este deprimente lamento tiene una parte de justificada y consolidada verdad, pues no son pocos los programas electorales que parecen sacados del buzón de los Reyes Magos.

    En efecto, parece que algunos partidos nos ven a los votantes como a ese niño que se sienta sobre la rodilla de un tipo disfrazado de Melchor en un centro comercial, que no sabe ni quién eres, pero que te va decir siempre lo que deseas oír. «¿Qué vas a pedir este año?». «Pues... una estrategia local más estructurada, unas calles más limpias, unas inversiones mejor diseñadas, una ciudad más segura, una administración más ágil, una movilidad mejor pensada, un urbanismo más amable, unos equipamientos mejor mantenidos y unos servicios públicos más eficientes».

    Entre los motivos que se vinculan con esta falta de entusiasmo democrático se halla que ningún candidato cumple lo que promete

    «Pues, si te portas bien y me votas, la mañana siguiente a las elecciones tendrás todo eso bajo el árbol». Luego llega el carbón, y si te he visto no me acuerdo.

    Sin embargo, también existe otro tipo de incumplimiento, cada vez más frecuente en la época política que nos ha tocado vivir, que no se deriva de la falta de palabra de determinados candidatos, sino de la necesidad de lograr acuerdos postelectorales para alcanzar los respaldos mínimos para gobernar. Y, en este caso, no cabe reprochar nada al dirigente de turno, sino al votante obtuso que parece no entender que un sistema sin mayorías absolutas impide el traslado milimétrico de un programa concreto a una acción de gobierno posterior. Lamentablemente, son muchas las personas que no acaban de interiorizar esta mecánica inexorable, cuando precisamente la negociación entre adversarios, con logros y cesiones, es la base sobre la que debería cimentarse cualquier modelo democrático.

    Aunque esta reflexión no justifica que se aprovechen las mayorías minoritarias como excusa para justificar el incumplimiento voluntario de lo planteado en campaña, la constatación de que el bipartidismo es un modelo extinto debería llevarnos a superar ciertos maximalismos que sólo producen frustración.

    Frente a lo que pudiera parecer, estas dinámicas no tienen por qué ser asumidas como algo necesariamente negativo, pues la participación multilateral y colaborativa en el desarrollo de determinados proyectos puede favorecer un resultado mejor que el previsto por las diferentes partes en un inicio, gracias a una visión más global propiciada por el análisis de la cuestión desde perspectivas diferentes, incluso contrarias. Cuatro ojos ven más que dos, y seis más que cuatro, siempre que el proceso de mejora de una idea se desarrolle con rigurosidad, profesionalidad, ánimo constructivo y espíritu de servicio público.

    Nos queda mucho terreno por recorrer hacia un modelo basado en la realidad, la tolerancia, la transacción y la transparencia

    Al margen de que a muchos votantes les cuesta comprender las consecuencias de haber disgregado el voto en una infinidad de partidos, tampoco se puede olvidar que las formaciones políticas podrían hacer mucho más por facilitar esta visión amplia y flexible entre la ciudadanía. ¿Cómo? Muy sencillo: con transparencia. Por ejemplo, un partido no puede prometer que nunca pactará con una determinada sigla, con la que quizás acabe llegando a un acuerdo por necesidad matemática. Un candidato tampoco puede asegurar que jamás tomará determinada medida, cuando sabe que será el requisito básico que le plantearán sus previsibles socios después del escrutinio.

    Hay que tratar a los ciudadanos como adultos, proponer más que prometer, avanzar en la cultura democrática de los países que nos llevan décadas de ventaja en los gobiernos de coalición, y ser especialmente claros en la política de pactos postelectorales. No es admisible que una de las frases más repetidas después de cada elección sea «si llego a saber que iban a pactar con éstos, jamás les habría votado». Si la estrategia de alianzas no se trata con honestidad, la sensación de timo es inevitable.

    Desde la óptica contraria, también cabe preguntarse por qué los partidos intentan ocultar lo que tienen pensado hacer tras los comicios, y su secreta convicción de que, muy probablemente, algunos puntos de su programa jamás verán la luz por exigencias del tablero parlamentario.

    Probablemente sospechan que un sector importante de su electorado potencial se echaría atrás si decidieran ir con la verdad por delante. Y así, entre el disfraz de los unos y el maximalismo de los otros (los que engañan a los que exigen ser engañados), continuamos alimentando una farsa propagandística que a medio plazo aleja a la población de sus representantes. Me temo que, si queremos prestigiar la política y favorecer el reencuentro de la ciudadanía con sus instituciones, nos queda mucho terreno por recorrer hacia un modelo basado en la realidad, la tolerancia, el diálogo, la transacción, la convivencia y la transparencia.

    En cualquier caso, todo esto ocurrirá a partir de mañana. No adelantemos acontecimientos y aprovechemos la oportunidad de ejercer unos de los derechos fundamentales en cualquier sistema democrático: la libertad para decidir quién queremos que nos gobierne. Hoy, a votar.

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