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    ¿Se puede pactar con Bildu?

    20 mayo 2023 18:13 | Actualizado a 21 mayo 2023 07:00
    Dánel Arzamendi
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    La decisión de Bildu de incluir en sus listas a siete antiguos terroristas, condenados por delitos de sangre, ha provocado un seísmo político de tal envergadura que ha terminado convirtiéndose en el centro del debate de la presente campaña electoral. Esta nauseabunda iniciativa ha constituido, además de una apuesta ética y estéticamente lamentable, un gravísimo error estratégico de la propia formación independentista, tanto a nivel autonómico como estatal. Efectivamente, por un lado, esta decisión ha supuesto un frenazo evidente en su carrera por convertirse en la fuerza central y hegemónica de Euskadi, pues la contestación interna ha sido tan abrumadora que los propios candidatos afectados han terminado renunciando a presentarse. Y, por otro lado, la provocación a las víctimas ha sido tan evidente que ha regalado gratuitamente un mazo de demolición a la derecha española, y ha colocado en una posición delicadísima a sus socios en Madrid.

    En efecto, PP y Vox esperaban que los comicios del 28 de mayo supusieran un triunfo arrollador sobre un PSOE desgastado por algunas cesiones recientes a sus compañeros morados de coalición (expertos en hacerse autogoles como la ley del ‘sólo sí es sí’), como antesala de su conquista de la Moncloa en las elecciones generales del segundo semestre. Sin embargo, a la vista de que las últimas encuestas descartan este éxito incontestable de la derecha, los populares han aprovechado el tremendo patinazo de Bildu para propinar una bofetada a la izquierda abertzale en la cara de Pedro Sánchez. Es evidente que el gobierno no puede hacerse responsable de todo lo que hagan sus socios, pero tampoco puede olvidarse el riesgo que acarrea ir de la mano de según quién, y no se puede cometer un penalti no forzado en el tiempo de descuento de una campaña empatada.

    Decir que Bildu es el simple sucesor de HB es una verdad a medias, y como todas las verdades a medias, una falsedad

    Al margen del obvio reproche que merece la injustificable decisión de incluir a varios asesinos en las listas electorales, el debate ha dado un salto argumental para instalarse en un interrogante mucho más apriorístico: ¿Se puede pactar con Bildu? Así, en general. Evidentemente, se trata de una cuestión política, no jurídica, puesto que este partido es perfectamente legal de acuerdo con la normativa vigente. La discusión sobre los cordones sanitarios es antigua y compleja, y la pregunta inicial permite argumentar contestaciones diametralmente opuestas. Para gustos están los colores, pero mi respuesta es que sí, dependiendo lógicamente del contenido de cada pacto puntual, por cinco motivos.

    Primero, por la propia naturaleza de este partido, fruto de la confluencia de diversos movimientos independentistas de perfiles muy distintos, que van desde los antiguos cómplices del terrorismo hasta formaciones de trayectoria intachablemente pacífica como Eusko Alkartasuna (la escisión del PNV que impulsó en su día el antiguo lehendakari Carlos Garaikoetxea). Y esta amalgama sólo fue posible por la decisión explícita de esta nueva marca de renunciar a la violencia. Decir que Bildu es el simple sucesor de HB es una verdad a medias, y como todas las verdades a medias, una falsedad.

    Segundo, por cumplir lo prometido. Durante décadas se estuvo alentando al entorno batasuno para que abrazase un modelo plenamente democrático, asegurándoles que sin violencia todas las opciones podían ser debatidas y defendidas en igualdad de condiciones que el resto de los actores políticos. Responder a este paso de la izquierda abertzale por integrarse en las instituciones, convirtiendo a sus representantes en apestados parlamentarios, no parece ajustarse a aquellos llamamientos a la reconciliación.

    Tercero, por congruencia. Resulta incoherente que un partido que ataca brutalmente cualquier pacto con Bildu (pasándose claramente de frenada cuando afirma, por ejemplo, que «la Ley de Vivienda se levanta sobre las cenizas de Hipercor») mantenga simultáneamente gobiernos de coalición (una vinculación mucho más estrecha y permanente) con una formación cuyos dirigentes frecuentemente simpatizan y justifican etapas antidemocráticas de nuestro pasado sin el menor rubor.

    El cálculo electoral silencia con frecuencia los esfuerzos por caminar hacia una sociedad más cohesionada donde quepamos todos

    Cuarto, por consolidar el proceso de pacificación. Desde que ETA anunció el cese definitivo de la lucha armada en octubre de 2011, y su disolución definitiva en mayo de 2018, siempre se ha temido la aparición de algún grupúsculo partidario de su reactivación, como ocurrió en Irlanda del Norte con el IRA Auténtico (por cierto, en aquel proceso, Martin McGuinness, antiguo máximo líder del IRA, se convirtió en viceprimer ministro autonómico ante el aplauso general de la UE). Sin duda, el mejor modo de asegurar el éxito de esta dificultosa transición en Euskadi es demostrar con hechos que este espacio ideológico puede participar plenamente en el sistema, siempre que ellos también manifiesten un proceso interno de normalización política.

    Y quinto, por avanzar transversalmente hacia un modelo parlamentario más integrador. Algunos consideran que una democracia es básicamente un mecanismo en el que se vota y el que gana, manda. Punto. Frente a esta visión simplista e infantiloide, cabe defender que una mentalidad plenamente democrática exige integrar en las decisiones de gobierno a las minorías y a los partidarios de las formaciones derrotadas, cuya ciudadanía tiene tanto valor y dignidad como la de quienes apostaron por el caballo ganador. Como suele decirse, gobernar para todos.

    En efecto, uno de los grandes retos que tenemos por delante consiste en lograr que los responsables de las instituciones, sean del nivel que sean, asuman que no pueden gobernar como si los ciudadanos que no les han votado no existieran. Por lo que se refiere a la izquierda abertzale (casi un tercio de la población de Euskadi), este mismo llamamiento a la integración y a la convivencia lo hicieron en el pasado algunos dirigentes del PP vasco, como Javier Maroto o Borja Sémper, a sus propios compañeros de partido. Lamentablemente, el cálculo electoral silencia con frecuencia los esfuerzos por caminar hacia una sociedad más cohesionada donde quepamos todos.

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