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    12 noviembre 2022 17:31 | Actualizado a 13 noviembre 2022 06:00
    Dánel Arzamendi
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    A nadie se le escapa que vivimos inmersos en una coyuntura económica global que no invita al entusiasmo, derivada del entrecruzamiento de diferentes factores interrelacionados.

    Por un lado, nos enfrentamos desde hace años a una crisis logística que no ha terminado de cicatrizar, iniciada en China con su cierre de puertos por su política de ‘Covid cero’, que provocó graves problemas de suministro en todo el mundo. Esta circunstancia se sumó a la multiplicación del comercio electrónico durante la pandemia, que pilló a las grandes multinacionales del transporte sin estructura ni recursos para hacer frente a una demanda disparada. Existen otros factores añadidos que han agravado la situación, como la tendencia a dejar de importar de oriente los componentes a ensamblar en destino, para traer directamente los productos finales ya empaquetados en envases significativamente mayores.

    Paralelamente, estamos sufriendo una crisis energética aparentemente incontrolable, que arrancó antes de la invasión rusa de Ucrania, pero que también se ha visto agudizada por esta tragedia. Últimamente, los países occidentales han apostado acertadamente por invertir en energías renovables que nos permitan ser más independientes de regímenes frecuentemente poco fiables, pero esta transformación radical en pleno caos energético equivale a cambiar el motor de un avión en pleno vuelo. Saldremos adelante, pero el viaje va a tener fuertes turbulencias, con probables ataques de pánico colectivo, como el mostrado por algunos gobiernos que han realizado grandes compras de combustible por miedo a los rigores del próximo invierno, con el aumento de precio correspondiente.

    Los supervisores económicos han tirado de manual, y han intentado frenar los precios subiendo los tipos de interés

    Efectivamente, uno de los efectos de esta situación ha sido una crisis inflacionaria impensable hace apenas un año (y que probablemente generará conflictos por la actualización de salarios, que asombrosamente todavía no han emergido). Los supervisores económicos han tirado de manual, y han intentado frenar los precios subiendo los tipos de interés, una herramienta que sin duda tendrá sus efectos positivos (aunque no del todo, puesto que el origen de nuestra inflación no es un simple recalentamiento económico), pero también negativos, tanto en el plano empresarial, por la contracción de la inversión y del consumo, como a nivel familiar (por ejemplo, por la subida de las cuotas de las hipotecas variables, que comienza a asfixiar a unos hogares ya exhaustos por el encarecimiento del coste de la vida). Y el mundo financiero no es ajeno a esta realidad, como se vio en la reciente crisis británica, que hundió sus bonos y su moneda de forma brutal y fulminante, prueba evidente de lo nerviosos que están algunos inversores.

    Esta misma inquietud se ha constatado esta semana con el despido de 11.000 trabajadores de Meta (el 13% de la plantilla), en el mayor recorte laboral de las últimas dos décadas en Silicon Valley. Hace un par de años, Mark Zuckerberg intuyó que el despegue pandémico del comercio online aceleraría las posibilidades de negocio vinculadas al metaverso y apostó todo al rojo, una aventura que no ha sido precisamente aplaudida por los inversores, no ya por discrepar sobre su visión de futuro, sino por considerar que el esfuerzo dedicado a este empeño no se corresponde con las expectativas de retorno a corto plazo. La compañía sigue generando beneficios, pero estos se reducen a una velocidad alarmante, que ronda el 50% interanual. Reality Labs, la división dedicada a desarrollar la realidad virtual (VR) y la realidad aumentada (AR), lleva acumuladas unas pérdidas superiores a los 10.000 millones de dólares en 2022, con una previsión de aumentar el presupuesto dedicado al metaverso hasta los 15.000 en 2023. Ante semejante tesitura, el valor de la compañía ha caído un 70% desde enero, con una capitalización bursátil actual que apenas llega a la cuarta parte del billón de dólares que llegó a valer la heredera de Facebook en sus mejores momentos. Para frenar esta sangría, Zuckerberg ha debido reconocer el error como si hubiera cazado un elefante en Botsuana («esto no salió cómo esperaba. Me equivoqué y asumo la responsabilidad por ello») y una legión de empleados se ha visto de patitas en la calle para reducir costes.

    Parece razonable cuestionar la teoría de que la actual coyuntura económica se reduce a una crisis de transformación

    Este batacazo no sería más que un nuevo ejemplo de grave equivocación estratégica empresarial que acaban pagando los trabajadores, si no hubiera coincidido en el tiempo con el despido masivo que ha protagonizado Elon Musk en otro gigante tecnológico. El magnate sudafricano cerró la semana pasada la sede corporativa de Twitter y despidió por email a 3.700 empleados (el 50% de la plantilla), alegando pérdidas superiores a los 4 millones de dólares diarios, aunque luego reculó con algunos trabajadores considerados esenciales (un derrape que algunos consideran caótico, mientras otros lo observan como una estrategia perfectamente calculada). En medio de esta tormenta, la polémica sobre los nuevos criterios de moderación, política de privacidad y suscripción a Twitter Blue ha provocado una estampida de anunciantes y directivos que se ha agudizado esta semana. Aun así, el formato de negocio que pretende implantar el también CEO de SpaceX y Tesla (cuyas acciones también han caído un 50% desde enero) pasa por dejar de depender de la publicidad, que actualmente supone el 90% de sus ingresos, para asumir un modelo que otorgue a la red social la suficiente independencia para «convertirse, con diferencia, en la fuente de información más precisa del mundo». Tratándose de Musk, habrá que estar atentos a los derroteros que toma este culebrón tecnológico.

    En cualquier caso, desde la ignorancia macroeconómica más absoluta, a la vista de los recientes terremotos padecidos por Meta y Twitter (que probablemente tengan sus réplicas en otras Big Tech), parece razonable cuestionar la teoría de que la actual coyuntura económica se reduce a una crisis de transformación, desde el mismo momento en que las empresas punteras están sufriendo igualmente las sacudidas. Ojo, que vienen curvas.

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