Teresa Fortuny, la última comunista

Teresa fue Emilia en la lucha de los 60 y los 70. Tras las reuniones había que olvidar caras y calles y refugiarse en la clandestinidad. Ella, con 60 comunistas puros más de Tarragona, ha celebrado con una comida los 100 años de la Revolución Rusa

06 noviembre 2017 09:39 | Actualizado a 07 noviembre 2017 13:27
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«Éramos jóvenes y queríamos ir muy deprisa», recuerda ahora Teresa Fortuny (Tarragona, 1945), que se llamó Emilia cuando la clandestinidad, en aquellos turbulentos años 60, lo requería. «Cuando te reunías en algún lugar había que no fijarse en la dirección, olvidar el nombre de la calle, no conocer cómo se llamaban los otros», cuenta. Así operaba ella en aquellos días de revuelta secreta y organización en células en los lugares más insospechados: «Hacíamos las asambleas de CCOO en centros de la Iglesia, porque parte del clero entendía que sí nos podían ceder locales». 

Teresa no es una teórica. Ella forjó su comunismo acérrimo en la calle y, básicamente, como se esculpía entonces: como aversión al régimen que había arrasado todo. Era imposible no hacerlo si tenía de vecina a Carme Casas, la histórica activista que se casó con Leandre Sahún, ambos protagonistas de excepción en Tarragona del sindicalismo y de la batalla contra el franquismo. «En mi casa éramos republicanos, teníamos a familia represalida y en la prisión. Recuerdo a Carme Casas, que desde jovencita sufrió la guerra, los campos de concentración, el exilio». 

El bolso de Teresa, con insignias y tarjetas, es un recorrido por su militancia veterana y ardua. Se coloca para la foto una pegatina que reza ‘Bon cop de falç i de martell’, aludiendo a la simbología comunista. Enseña el carnet oficial de Comunistes de Catalunya, el partido donde milita ahora después muchas vueltas por tanta sigla proletaria: Joventut Obrera Catòlica, Esquerra Comunista, Plataforma Anticapitalista, PSUC, Esquerra Unida i Alternativa. 

El hilo conductor es la ideología marxista-leninista que lo sigue vertebrando todo. «Hemos hecho una comida para celebrar los 100 años de la Revolución Rusa. Éramos unos 60», cuenta, y habla de la efeméride: «Supuso un gran avance para un pueblo que estaba oprimido y en la miseria y también para el resto del mundo». En los 70 participó en todas las luchas obreras y sociales habidas y por haber: se manifestó por el proceso de Burgos y por los hechos de Granada, asistió a la presentación de la Assemblea de Catalunya en la Selva del Camp y participó en movilizaciones contra el exceso de jornada que se imponía a los trabajadores. Fue despedida y readmitida después. 

«Luchaba porque lo podías ganar todo, derechos sociales, laborales y de vida. De joven eres más valiente y lo quieres cambiar todo pronto. Eso te lleva a idealizar las cosas. Esa idealización hoy en día ya no existe, pero sí la necesidad, más que nunca, de seguir luchando. La voluntad de justicia social es cada vez más evidente y necesaria». 

No aflojó el activismo cuando llegó la democracia. «En la Transición se hizo lo que se pudo. Fue aquello de cambiarlo todo para que todo siguiera igual. Al menos tenías más libertad para moverte, para explicarte», narra. ¿Dónde están los ejes de ese pensamiento que parte de Lenin pero transita por faros como Neus Català, la única superviviente española de un campo de concentración nazi, a la postre también tarraconense?. «Uno de los pilares es la justicia social, luego la defensa de lo público y después fomentar los canales de participación», explica Teresa, admitiendo algunos errores del comunismo: «Hay que saber en qué contexto estás y a partir de ahí trabajar en esa dirección. No es bueno haber caído en fanatismos ni tampoco el momento en el que comenzamos a ponernos etiquetas y a escindirnos». 

Teresa, irredenta y perseverante, visitó los templos del comunismo, desde la URSS hasta Cuba. De la isla, donde estuvo en 1992, cuenta: «Vi una resistencia extraordinaria. Se han mantenido así solos, incluso aguantando el bombardeo de consumismo que les llega». 

Teresa también se mueve en esos términos, porque más allá de las lecturas bolcheviques, de Trotski y de la toma del Palacio de Invierno, hay que ejercer en el día a día: «Se puede ser comunista en la vida cotidiana. Yo lo intento, en espacios de vida como no caer en el consumismo, fomentar el ecologismo, la lucha contra el maltrato a la mujer». Ahí se mantiene, ajena a esa crítica que les puede acusar de desfasados o anacrónicos. «¿Que somos cuatro gatos? Lo importante es la presencia que tienes en los movimientos sociales». Ella la sigue teniendo, pisando la calle cada vez que hay que reclamar un derecho o diseccionando la realidad con visión ácida, a veces escéptica. No podía ser de otra manera después de diez años de una violenta crisis. «Los créditos y las hipotecas nos hicieron creer que éramos ricos y sólo éramos un montón de endeudados», confiesa. 

Para ella, Podemos fue un balón de oxígeno al que fueron a parar muchos comunistas y una «salida política para el movimiento extraordinario del 15-M». Luego, por supuesto, está el Procés. «Fui a votar el 1-O como una muestra de protesta. Es muy lamentable que estemos intervenidos. Por otra parte, creo que el soberanismo ha llegado demasiado lejos». ¿Es usted independentista?: «Me siento hermana de los trabajadores de España, Europa y el mundo. Yo lo que quiero es que se vote». 

Es (casi) la última comunista, pero no se siente guía ni referente: «He hecho lo que he podido, libremente y con errores». 

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