Diabetes: enfermedad para la familia
La diabetes me resulta familiar, valga la expresión. Mi padre la padeció durante cuarenta años. Tuvo una ventaja poco habitual: estaba casado con el médico.
La formación de mi madre hizo que, cuando pensaba los menús, compraba, cocinaba y comía, lo hiciera teniendo siempre presente que, para una persona con diabetes, la supervivencia depende en gran medida de la dieta. Gracias a ello, mi padre se ahorró las peores consecuencias de una diabetes mal tratada, como los daños renales, oculares o el riesgo de amputaciones.
También él puso todo de su parte. Empezó joven, en los años setenta, en un contexto en que había pocos recursos para identificar los niveles de glucemia y menos aún para controlarlos. Se compró un perro, obligándose a dar largos paseos encajados a la fuerza entre sus compromisos empresariales, con el único objetivo de hacer ejercicio diario y confiando en que sería suficiente para mantener a raya la glucosa en sangre.
Con el tiempo, no bastó. Los modernos glucómetros mostraban niveles siempre altos y empezó a medicarse. Primero con pastillas y, más tarde, con pinchazos de insulina cada vez que lo necesitaba.
Nunca permitió que la enfermedad se convirtiera en una limitación. No tenía reparos en explicar, al llegar a un restaurante, qué tipo de dieta debía seguir y que no podía demorar la comida si ya se había inyectado insulina, por el riesgo de sufrir una hipoglucemia. Sus amigos aprendieron a convivir con ello, y todos sabían que, si aparecían síntomas de un bajón de azúcar, debían rebuscar entre sus bolsillos para darle rápidamente un pedazo de chocolate o un zumo, que siempre llevaba para emergencias.
Pero el auténtico control estaba en casa. Desde que tengo memoria, había dos despensas y dos tipos de comidas: la de mi padre y la del resto. Él mantuvo una férrea voluntad, comiendo disciplinadamente verduras y carne o pescado a la plancha, mientras los demás disfrutábamos de pasta, arroz, patatas fritas o rebozados. Los lujos se los reservaba para el domingo, único día en que hacía una excepción. Se deleitaba con placeres prohibidos como la paella o una simple tortilla de patata. Jamás un postre dulce.
Aprendió a disfrutar de la mesa, a pesar de sus limitaciones. Gracias a su disciplina y a los cuidados de mi madre, pudo mantener un equilibrio entre salud y calidad de vida. Su historia demuestra que la diabetes no se afronta solo con medicación o tecnología, sino con educación, constancia y acompañamiento. La fuerza de voluntad y el apoyo familiar no curan, pero hacen que una enfermedad crónica sea mucho más llevadera.