El milagro tarraconense en una aldea de Guatemala

Reportaje. Atención sanitaria, becas escolares, casas, un puente... El  trabajo titánico de una enfermera con los modestos recursos que le aportan aquí sus compañeros

08 junio 2018 19:28 | Actualizado a 09 junio 2018 08:23
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Con Maria Monteagudo tenemos que hablar por teléfono porque  está en el Valle del Jerte, como cada año, recogiendo cerezas junto a su compañero. El objetivo es  traerlas a Tarragona y venderlas para conseguir financiación para el proyecto en el que trabaja desde hace 17 años en las poblaciones indígenas del noreste de Guatemala.

No será mucho dinero, pero esta enfermera jubilada del Hospital Universitari Joan XXIII está acostumbrada a ir sumando, de a poco, lo que le aportan sus compañeros del hospital y lo que consigue con todo tipo de iniciativas como la venta de artesanía, calçotadas en su casa...
Con la suma de aquellas pequeñas aportaciones y una subvención anual que recibe del Ayuntamiento de Altafulla de 2.000 euros hace una labor que, vista desde aquí, parece poco menos que milagrosa.

Ni agua, ni luz, ni médico

En los últimos años sus esfuerzos se han centrado en la aldea de Los Limones-Dolores, donde viven unas 650 personas, la mayoría indígenas, en unas condiciones difíciles de imaginar en este siglo. La mayoría son jóvenes: los hombres se dedican a la agricultura de subsistencia y las mujeres, a las labores domésticas y a la crianza de animales.  

No hay electricidad, apenas hay agua corriente (se lava en el río) y la desnutrición hace estragos. Los niños aquí mueren y se lloran con la naturalidad de saber que no son los primeros ni serán los últimos. En esta pequeña aldea, Monteagudo, con la ayuda de muchas buenas voluntades, ha conseguido, por ejemplo, mejorar muchas de las casas, inicialmente construidas de lodo y una especie de palma; hacer letrinas y hasta un  puente colgante que comenzarán a construir pronto para poder sortear, por fin, el río que separa una parte de la aldea de otra.

Del mismo fondo sale el dinero para becar a algunos de los niños que terminan la escuela y deben irse a vivir a otro pueblo para poder hacer la secundaria... Cuenta con orgullo que ya tienen un universitario. Ha creado, además, una especie de taller de informática y mecanografía para los niños con unas máquinas y ordenadores que le regalaron. Los encienden sólo una hora al día gracias a una planta diésel. A los niños les encanta.

Pero tal vez de lo que siente mayor satisfacción es de haber conseguido garantizar una atención sanitaria básica. Era su primera preocupación cuando descubrió esta realidad de la mano del Comité Óscar Romero. Entre Monteagudo y el personal sanitario de Tarragona que la ha ido acompañando en estos años, han conseguido formar a una promotora de salud que trabaja en la aldea. Igual hace un diagnóstico que sutura una herida de machete, lo que puede significar la diferencia entre la vida y la muerte teniendo en cuenta lo intrincado del camino de tierra que lleva al hospital más cercano.

Relata que allí, donde la sanidad es mayoritariamente privada, muchos enfermos o accidentados prefieren quedarse en casa «y que sea lo que Dios quiera» antes de endeudar a la familia para pagar el coste de pruebas médicas y medicamentos.

Los voluntarios suman

Pero igual que Monteagudo hace acopio de pequeñas sumas de dinero, su labor también está acompañada por los días de trabajo que entregan muchos profesionales sanitarios del territorio que la acompañan en sus vacaciones y pagando sus gastos, para aportar su granito de arena.

Las últimas en ir han sido las comadronas del ASSIR Tarragona, Gemma March y Teresa Pinto, que pasaron allí 16 días para trabajar expresamente en la salud sexual y reproductiva de las mujeres de la aldea. No es su primer viaje de cooperación juntas, ya estuvieron en 2016 en los campos de refugiados de Tessalonika, en Grecia.

Gemma y Teresa todavía tienen muy presente la huella que dejó en ellas este último viaje, pero primero, para poner un poco de contexto, aportan una serie de datos abrumadores: en Guatemala la esperanza de vida de las mujeres indígenas es de 47 años y de 65 para las ladinas (mestizas de origen hispánico). La tasa de fecundidad de las indígenas es de 7,2 hijos por mujer y la de las ladinas es de 5,2 hijos.

Detrás de los datos, explican, también hay que saber ver una cultura machista donde el hecho de que la mujer esté embarazada es visto como una señal de hombría de su marido. La anticoncepción, o  ‘cuidarse’, como lo llaman, es casi una ficción. Nunca olvidarán a una joven de 17 años con tres niños. El más pequeño, de meses, murió después de su visita. 

Empoderar a las mujeres

En esta situación extrema las dos comadronas se dedicaron a reunir a todas las embarazadas de la aldea con la ayuda de Doña Elena, la comadrona sin formación reglada pero con experiencia de años que atiende los partos en la aldea, un personaje de esos que marcan. «Nos dijo que nunca se le había muerto un niño», recuerdan.

Una vez tuvieron localizadas a las embarazadas, analizaron su estado de salud junto a la comadrona. Hablaron de sus hábitos de alimentación, midieron los signos de bienestar materno y fetal e hicieron una serie de charlas. Curiosamente, una de las consecuencias de la desnutrición, que aquí ha pasado de generación en generación, es que hay menos complicaciones en los partos porque los bebés son de más bajo peso.

Como la nutrición de las madres era una de las preocupaciones de las comadronas, aprovecharon una aportación que les dio el Col·legi d’Infemeria de Tarragona y a la que sumaron sus propios recursos, para comprar leche en polvo para ellas. «Tuvimos que cambiar un poco lo que íbamos a hacer y también tuvimos que trabajar mucho en empoderar a las mujeres en un contexto muy machista», explica March, por lo que también organizaron charlas y encuentros con más miembros de la comunidad.

Generosidad y acogida

Aunque si algo recordarán de  su estancia en Los Limones es la hospitalidad de la gente: «No tenían para comer pero a nosotros nunca nos faltó una tortilla (tortita) caliente», relatan. Tampoco hay neveras, pero siempre tuvieron qué comer. Además les llevaban diariamente agua hervida (con sabor ahumado por la leña) para que pudieran beber sin enfermarse. 

En todo momento estuvieron rodeadas de niños, muchos niños, que las seguían a todas partes, buscando atención y juegos. «Esta experiencia te marca, ha sido un máster de vida», explican. Su intención es seguir apoyando a Monteagudo, que, a su vez, se conforma con seguir haciendo las cosas poco a poco, pero con determinación. Ella cuenta que ha visto muchas veces cómo la solidaridad se materializa en grandes proyectos a los que nadie se ocupa de dar continuidad, o como la ayuda no termina de llegar por falta de organización, algo que espera que no vuelva a ocurrir con las ayudas para los afectados del volcán.

No ha querido constituirse en una ONG porque dice que está cansada de ver cómo algunas entidades terminan funcionando como empresas. 
Eso no significa que no pida cuentas al detalle. «En eso es  muy estricta», relata March. Monteagudo lo confirma: a todo el que recibe una ayuda les insiste en que tiene que esforzarse, «quiero que sepan que ese dinero viene de otras personas trabajadoras como ellos».   

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