Esperanza o caos

Los jueces. Manuel, Antonio, Andrés, Ana... En sus manos está dar un primer paso para solucionar el conflicto o empeorarlo definitivamente

13 junio 2019 07:59 | Actualizado a 13 junio 2019 08:07
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Una de las reglas de oro del Periodismo es no escribir nunca en primera persona, a menos que sea imprescindible. Y esta, ya me perdonarán, es una de esas ocasiones. Cuando ayer por la tarde escuché, desde la pantalla gigante instalada en la Rambla Nova, los últimos turnos de palabra de los acusados en el juicio del Procés, entre ellos el de la tarraconense Carme Forcadell, fue como cerrar un círculo.

Hace casi cuatro meses, el jueves 14 de febrero, estuve presente en la sala de vistas del Tribunal Supremo en la primera intervención del exvicepresidente Oriol Junqueras. Y pude saludar fugazmente al mediodía a la propia Forcadell antes de que saliese hacia la sala donde comían los presos entre las sesiones matutina y vespertina del juicio.

El juicio había comenzado el martes 12, pero los dos primeros días se habían tratado cuestiones previas. El plato fuerte era el jueves. El Diari se había acreditado en el Supremo. Solo estábamos dos medios de comunicación de Tarragona: una web y nosotros.

Como periodista era imposible entrar en la sala de vistas. Había un número limitado de plazas y tenían «prioridad» los medios estatales. Así que me propuse entrar como público. Para asegurarme, decidí pasar la noche en vela ante la entrada de público. A la 1.30 los policías que custodiaban el Alto Tribunal vieron como un friki  abrigado hasta las cejas se situaba a las puertas. Era una madrugada gélida del febrero madrileño.

No tardaron un segundo en salir a la puerta y preguntar qué hacía allí. Les expliqué que pretendía garantizarme el acceso a la sala porque solo podían entrar unas 40 personas y preveía que la expectación fuese altísima.

Fue la primera de las cuatro pacientes explicaciones que tuve que dar: a los agentes que vigilan el Consejo General del Poder Judicial (situado frente al Supremo) y a dos patrullas que se detuvieron frente a mi. Uno de los agentes me preguntó si era periodista. Les dije la verdad, por supuesto. Aún me sigo cuestionando cómo sabían mi profesión.

Todo fue amabilidad. Y soledad. Hasta que llegó, a las 5 de la madrugada, un chaval con una mochila cargada de libros. Aunque parezca increíble, el chico, Ignasi, era de Torredembarra. Dos tarraconenses fueron los primeros en la cola del Supremo para presenciar la declaración de un Govern procesado por «rebelión». 

Cuando ya había varias personas en cola, hacia las 5.30, salió el policía y repartió números, como si fuera la cola de la carnicería. La escena del reparto de números se repitió una hora después. Una simpatizante (o quizá militante) de Vox entregó sus propios números de orden. Como si la cola fuera suya, como si el partido ultra mandase en el exterior del Alto Tribunal. Tal cual.

No es de extrañar. Vox ha utilizado el juicio como plataforma propagandística. Sus dos abogados, Javier Ortega Smith y Pedro Fernández, son ahora diputados por Madrid y Zaragoza. Con ambos me encontré en el aseo de la planta baja del Supremo durante un receso del juicio. Allí, sin saber que les escuchaba un periodista, se burlaron con saña del discurso que había soltado Junqueras en el Supremo. El dirigente de ERC aseguró que «amo a España». Muy adecuado para un 14 de febrero. Junqueras lanzó un mitin, a preguntas de su abogado. Estaba en su derecho. Los abogados de Vox lo calificaron de «tortura». Odio en estado puro.

Odio. Es lo que noté en varias personas a las que entrevisté el lunes, víspera del inicio del juicio. Un joven de 30 años recomendó a los independentistas «comprarse una isla y hacer sus leyes» y amenazó con que «en cuatro o cinco años esto estará arreglado porque Vox meterá mano dura».

Aplicará mano dura. Si les deja el líder del PP, Pablo Casado. Y les dejará. ¿Qué otra cosa puede esperarse de quien advirtió al expresident Carles Puigdemont que «igual acaba como Companys» (fusilado por Franco en 1940).

PP y Ciudadanos se han hartado de denunciar «tratos de favor» del Gobierno de Pedro Sánchez con el independentismo. Y critican que el secesionismo «presiona» a los jueces. Cierto. Pero ambos partidos no se han quedado atrás. Insisten en que Sánchez indultará a los presos. Dan por hecha una condena. ¿Insinuar que el Supremo ya tiene decidida la sentencia no es presionarle?

El juicio ha tenido momentos ‘gloriosos’, por emplear un adjetivo suave, aunque mejor sería tildarlos de esperpénticos, como los policías lamentándose por la violencia de los votantes. El 1-O estuve junto al IES Tarragona y vi con mis propios ojos como los agentes golpeaban a la gente. Aquel día, en aquel lugar, la violencia solo procedió de una parte. Con ‘permiso’ judicial, eso sí.

¿Y ahora qué? Es la gran pregunta. Manuel Marchena. Antonio del Moral. Juan Ramón Berdugo. Andrés Martínez Arrieta. Luciano Varela. Andrés Palomo. Ana Ferrer. Son los siete jueces del Supremo. Si aplican la lógica y la justicia, la condena por desobediencia es diáfana y la absolución por malversación, sedición, rebelión... aún más clara.

Pero la Justicia ha de ir más allá. Debe medir las consecuencias. En sus manos está dar el primer paso para la solución del conflicto, aportar esperanza. Un primer paso que debería ir seguido, ipso facto, de la vuelta atrás de un independentismo que se cree sus propias mentiras y, luego, de un diálogo entre todos. Borrón y cuenta nueva, sí, porque la otra opción es terrible: el caos, un caos de consecuencias imprevisibles.

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