La Plaza de San Juan: Un entrañable lugar

Los recuerdos son debidos a que hubo mucho amor en mi infancia, por lo que significaba el amor en casa, como primer escenario

25 agosto 2020 08:40 | Actualizado a 25 agosto 2020 08:52
Se lee en minutos
Participa:
Para guardar el artículo tienes que navegar logueado/a. Puedes iniciar sesión en este enlace.
Comparte en:

Temas:

Hoy, que me han pedido describir el rincón favorito de mi ciudad, voy a pasear hasta allí, como hago en muchas ocasiones. Me pregunto ¿de dónde soy yo? y siempre me contesto lo mismo: tengo muy claro donde están mis raíces y el lugar al que siempre quiero volver.

Quizás de los recuerdos más potentes e importantes que tengo es el lugar donde nací, Bajada del Rosario núm. 25. En el primer piso, vivían mis abuelos y en el segundo, vivíamos mis padres y yo. Ya ves, 2.000 años de historia a escasos 5 metros.

Todavía hoy, cada vez que voy, me erizo. Aún sigue allí después de tantas décadas, el lugar que me vio nacer. Testigo de parte de mi vida, la que dio sentido, la base de ella y la que atesoro en mi memoria.

Mi paseo es tranquilo, muy lento y divago, porque al mirar a mi alrededor me vienen tantos recuerdos y tan claros: las fachadas encaladas en blanco, cada vecino encalando la suya, las ventanas y los balcones bullían de macetas rojas, llenas de geranios de todos los colores, la Señora Carmen del segundo regando al atardecer, las sillas al fresco en corrillo.

La abuela de Eugenio hablando con mi abuela María; el olor de la flor del azahar, de los cuatro naranjos plantados alrededor del monumento a San Juan, nombre de la plaza. La Señora Isabel recogía las naranjas que caían al suelo para hacer mermelada, pero su sabor era amargo.

Como disfrutábamos de una niñez en la calle, libre, solo limitada por las llamadas imperativas de las madres a la hora de ir a comer.

Vivíamos a un paso de la Plaza de San Juan, en el casco viejo de nuestra querida Tarragona, un rincón de mi ciudad. Con una escultura dedicada a Juan Bautista del arquitecto Josep Maria Monravà y ejecutada por Antoni Casellas, en el año 1962.

Un basamento de piedra sostiene una cruz forjada de hierro y tres farolas. Le envuelve cuatro naranjos y sus naranjas amargas.

Renacen las huellas de los pensamientos y se abren las alas para volar hacia un horizonte del pasado, la plazoleta de San Juan (como la llamábamos los vecinos, repleta de niños jugando).

Testigo en una noche de invierno, víspera de Reyes de 1965, con la presencia del Rey Melchor; como entregaba una muñeca que hablaba, a una niña, al lado de uno de sus naranjos. Acababa de salir de la cama a consecuencia de un constipado. Pero esa noche no podía perderse ese acontecimiento tan importante.

La Plaza de San Juan está justo antes de la Bajada del Rosario, al lado de la muralla romana donde se puede escuchar el gorjeo de las palomas que habitan en la construcción ciclópea romana.

Tengo muchos recuerdos favoritos, y es difícil elegir, pero creo que siempre que intento evocar alguno en concreto, me conecto con la tierra, con las tradiciones, con la cultura y especialmente con mi familia y con todas las anécdotas contadas en las reuniones familiares.

Quizás los recuerdos de ese entrañable lugar son debidos a que hubo mucho amor en mi infancia, por lo que significaba el amor en casa. Expresar y recibir amor es algo que conocemos en nuestro entorno familiar como primer escenario.

Cuando necesito recordar el aire del lugar, sentir el piar de los pichones que oía desde mi ventana de ese hogar de mi infancia, voy en busca de mi rincón favorito y añorado.

Callejear y visitar los lugares que recuerdo de mi infancia, que ya no existen, pero si, en mi imaginación como: la lechería, donde llenaba mi jarra de latón de leche; la panadería, donde recogía una barra de pan y un panecillo, aún recuerdo el olor de la panadería; el kiosco, donde compraba cromos y los sábados los cómics del Pájaro Loco; la bodega, donde compraba el vino a granel, que después estaba presente en nuestra mesa a la hora de comer, aunque yo solo lo observaba como se iba consumiendo por mis mayores.

Y no puedo dejar de recordar como corría desesperada, dándome golpes en el trasero con mis zancadas, llevando en una bolsa tejida en algodón, una barra de hielo para mantener frescos los alimentos en los muebles antesala de las neveras, para evitar que se derritiera antes de llegar a casa; y otros días, cuando iba en mi recorrido de las callejuelas, súper lenta, como aquel que lleva un tesoro para no romperlo, era un sifón.

Recuerdos y existencia

Recuerdo las reuniones familiares, los veranos a la fresca, a los niños que fuimos jugando alegremente en la plazoleta. Aquí se formaron los recuerdos de las experiencias que marcaron mi existencia.

Donde aprendí a escuchar a mis mayores, como me ayudaron a gestionar, no a reprimir; a afrontar en lugar de huir de lo que se siente.

Pensar en quién nos escuchaba cuando estábamos tristes, quién me ayudaba a calmarme al enfadarme o quién se sentía orgulloso de mí ante un logro. Son lecciones de gestión emocional que nos llegan a través de recuerdos.

También, donde aprendí cómo pedir permiso o perdón, decir te quiero, escuchar a los demás. Todo fue aprendido a través de la interacción en aquel contexto, aprendí a saber estar, a ser capaz de valerme por mi misma, recordando quién me enseñó a levantarme al caer.

Los recuerdos de aquellas veces que se nos dejó pensar, decidir, ser nosotros mismos, nos llevan, de adultos, a ser personas con capacidades extraordinarias para conseguir lo que queramos.

Y es que el vínculo emocional que creamos de forma innata con nuestros lugares de procedencia deben ser protegidos, cuidados y reconocidos.

Comentarios
Multimedia Diari