Las murallas, centinelas de Montblanc

Recorrido por la historia. Paseo por algunos tramos medievales e históricos de la localidad

20 agosto 2020 10:11 | Actualizado a 20 agosto 2020 10:13
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Hoy, soy una turista más del pueblo que me ha visto nacer, de Montblanc. Piso los adoquines con las alpargatas descoloridas que llevo desde hace tres veranos. Traspaso el portal de Sant Antoni y subo por el baluarte hasta llegar a la parte del Foradot donde unos focos rojos y amarillos pintan la senyera en las piedras de una parte del recinto amurallado.

Me siento impregnada por la historia y observo con más atención, si es necesario, las centinelas de Montblanc, que siglos pasados eran el refugio y la defensa para los pobladores y sus pertenencias.

Sigo caminando al lado de unas piedras que van del blanco al negro y que unidas con la argamasa forman las murallas, las torres y las almenas. Vestigios de un pasado y de las leyendas transmitidas durante generaciones, a veces reescritas y otras olvidadas.

Me siento cautivada por estos muros que hablan de mi infancia; los recuerdo escondidos dentro de las casas, los negocios, los corrales, de las fábricas y que encalados o pintados pasaban completamente desapercibidos.

Necesito avanzar alrededor de este perímetro de mil quinientos metros formado por treinta y una torres que son vigías de lo que puede devenir o de lo que se ha devenido entre los campos de trigo y los viñedos, entre los ríos y los valles, entre los caminos y las carreteras.

Saludo brevemente a una pareja que va cogida de la mano y a un hombre que me adelanta a toda prisa, también me cruza un gato siamés que marcha aterrado y algunos coches van y vienen acelerando más de la cuenta.

Me siento acogida al lado de estas paredes siniestras y misteriosas, paredes que he anhelado en las horas bajas en que me encontraba fuera de mi ciudad. ¡Vuelvo a estar aquí! He vuelto con la cabeza baja y con los ojos empañados por encontrarme con lo que tanto había añorado.

Sabía que me esperarían con las puertas abiertas y que acogerían mi desdicha una vez y otra. Soy viajera de sueños perdidos y he podido saciar mi deseo volviendo al abrigo de unas piedras que hablan en el silencio.

Sola, me encuentro sola entre lo que quería ser y lo que he acabado siendo, pero nada me halaga más que ser heredera de una fortificación que defendió las guerras perdidas y ganadas con el paso de los siglos.

Paso por delante del portal de Sant Jordi y siento murmullo de voces. Sentados debajo mismo del portal y, golpeados por la suave brisa marina, hay dos viejitos que apoyándose con las manos temblorosas encima de los bastones hablan de su pasado y de las respectivas esposas que ya han marchado para no volver. No los veo bien, pero los escucho con interés y disimuladamente. Sé que son voces sabias, ni más ni menos que la memoria de nuestro pasado.

Cojo aire y sigo mi paseo, me siento más reanimada. Nada es más reconfortante que saberse protegida por las murallas que me han acogido desde siempre y que continúan siendo el refugio de los males mayores que habitan en mi pensamiento cuando la ausencia se hace eterna.

Un rayo rasga el cielo detrás las almenas expectantes y, me sobresalto. La tormenta estalla sin avisarme y un rociado desproporcionado descarga repentinamente sobre mí. Traspaso el portal de Bové para volver a casa y piso los charcos que no puedo evitar. El agua entra y sale de mis alpargatas haciendo burbujas.
 

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