«Pensé que el cáncer era lo peor, pero me equivocaba»

El castigo de los olores. Bàrbara García padece sensibilidad química múltiple, un síndrome que le obliga a vivir entre cuatro paredes y con una bombona de oxígeno

27 noviembre 2017 20:06 | Actualizado a 29 noviembre 2017 20:57
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Bàrbara García nació en Reus hace 38 años y, desde hace cuatro, su vida es un calvario. Padece sensibilidad química múltiple, lo que le impide llevar una vida normal y corriente. Vive entre cuatro paredes, acompañada de un colchón y de una bombona de oxigeno, que la utiliza por la noche, cuando se ahoga.

No aguanta los olores. Sus familiares deben seguir un protocolo para poder visitarla. Ni colonia, ni cremas, ni desodorante. La ropa debe lavarse con bicarbonato. Cuando habla de su hijo de seis años se le llena la cara de ilusión. También con su marido, Alex, quien la quiere y la mima. Bàrbara se mantiene en pie porque tiene la esperanza de poder recuperarse pronto. Pero reconoce que, a menudo, la pierde. 

El vía crucis de Bàrbara García empieza tres meses antes de casarse. Tenía 25 años y le diagnosticaron un cáncer de mama. «En ese momento, yo trabajaba y estudiaba una segunda carrera. Llevaba una casa también», explica Bàrbara. Una operación, sesiones de quimio y de radio se adueñaron de su vida. Pero lo superó. Aunque de recuerdo le quedó una fatiga crónica. Se quedó embarazada y ya no volvió al trabajo. Poco se pensaba Bàrbara lo que venía después. 
«De repente, un día tuve una migraña que me hizo perder el conocimiento», explica la protagonista.

De esto ya hace dos años, recuerda. Las migrañas eran diarias y continuas. La ingresaron y le hicieron muchas pruebas, pero no encontraron lo que tenía. Algo iba mal. «Empecé a tener problemas a la hora de andar, no me respondían las piernas. Era como si mi cerebro no diera órdenes a mis extremidades», relata Bàrbara. 

La familia decidió irse a pasar una temporada en una casa de Duesaigües, «para ver si la montaña me hacía desaparecer el dolor de cabeza». Pero no fue así. Cuando Bàrbara volvió a Reus, a su casa, la bestia despertó y empezó a no tolerar los olores.  «Me mareaba y me ahogaba dependiendo del olor que notaba», dice Bàrbara. La cosa iba a más, hasta que una amiga le comentó que por los síntomas que presentaba podría tratarse de sensibilidad química múltiple. Esa fue la primera vez que Bàrbara escuchó estas tres palabras que nunca más olvidará.

«Ponía una lavadora y me mareaba. Sabía quien había entrado en el ascensor por la colonia. No podía salir a la calle y me tuve que comprar una mascarilla», explica Bàrbara. Decidió acudir a una clínica de Madrid. Y allí le diagnosticaron que la sensibilidad química múltiple solamente era un síntoma de Lyme, una enfermedad infecciosa transmitida por una garrapata, que también es conocida como Borrelia.

Bàrbara recordó que, de muy jovencita, con siete u ocho años, le picó un bicho. «El médico me dijo que parecía una abeja y tomé antibiótico. Seguramente el bicho está trabajando dentro de mí desde entonces». 

El día a día

Bàrbara y su familia se mudaron en una casa de una urbanización cercana a Riudecanyes. Actualmente, Bàrbara pasa la mayor parte del día en una habitación de unos 9 metros cuadrados, donde hay un colchón envuelto en seis capas de sábanas –sin cama, le molesta el olor–, una bombona de oxigeno y una televisión.

«Que no la utilizó porqué también soy fotosensible. Me molesta la luz», explica la protagonista, quien confiesa que no puede relacionarse con nadie que no lleve a cabo el protocolo. Cuando sus amigas la visitan, lo hacen a través de un cristal. Bàrbara dentro y las amigas fuera.

«Cuando mi marido entra en una tienda para comprar, al llegar a casa va directamente a la ducha. Como mi hijo cuando llega del colegio. No puedo abrazarlo. Es una de las cosas que más me duele», asegura, emocionada, Bàrbara. A medianoche debe ponerse el oxigeno. Se ahoga. Algún día sale a pasear por el bosque, con gafas de sol y gorro.

«Mi vida ha cambiado totalmente, ya no soy la de antes. Era capaz de trabajar, de cuidar de mi hijo y de hacer la comida. Ahora soy un espectro. Mi existencia se basa en subsistir», relata Bàrbara, quien sufre una media de cuatro convulsiones al día. «A veces es una luz, a veces una olor y a veces nada. Pero convulsiono y mi marido debe hacerme contención porque podría desnucarme», explica. 

«Yo solamente quiero que me curen. Soy dura y lo podré aguantar todo. Pero creerme, vivir para sufrir, es mejor morir. A veces, le digo a mi marido, que no debería haber salido del cáncer. Pensaba que no habría nada peor, pero me equivocaba», confiesa Bàrbara, quien añade que «parece que esta enfermedad sea un castigo. Me quitan de mi casa, me quitan mi ropa, es decir, mi identidad, mis hobbies y mi vida social». 

Doble víctima

Bàrbara es doble víctima. Por un lado, de su enfermedad y, por otro, por el sistema. La sensibilidad química múltiple no es considerada una enfermedad, por lo tanto, aunque un certificado muestra que Bàrbara tiene una discapacidad del 65%, no cuenta con una prestación por invalidez. Además, el centro de salud mental no le atiende porqué ella no puede ir hasta allí, asegura. A Bàrbara solamente le queda la esperanza y su sonrisa contagiosa.

Una vida a través de un cristal

 

Encontramos rápidamente la casa en cuestión. Nos abrió la puerta la hermana y el hijo de Bárbara. También un perro muy grande. Me fije en que no había casi muebles. Una casa sin muebles con una sensación de paz y de tranquilidad. Apareció Alex, el marido de Bàrbara, quien nos explicó porque los marcos de las puertas y las puertas estaban forradas con un papel de aluminio, un poco más grueso de lo normal.

Alex contó que costó identificar qué era lo que molestaba a Bàrbara. Finalmente descubrieron que se trataba de formaldehido, un material con el que se hacen las puertas de madera.

Alex nos felicita porqué dice que no hacemos mucho olor. Esto significa que hemos seguido bien el protocolo. Primer paso superado. Subimos un piso y accedemos a una especie de balcón. Y detrás de unas cortinas, y detrás de un cristal, aparece Bàrbara García. Va con mascarilla, pero veo unos ojos llenos de esperanza. Después de las fotos, llega la entrevista. Tengo la sensación que no la escucharé. Le propongo que alguien –su marido, por ejemplo–, le haga llegar la grabadora. Y así lo hacemos. Se saca la mascarilla y me ilumina con su sonrisa. Bàrbara no hace cara de enferma. No puedo resistirme y se lo digo. 

Llega el momento más emotivo de la entrevista. «Lo peor de todo es cuando mi hijo me pregunta por qué no puedo acompañarle al colegio o por qué no vamos todos al cine», dice. Pero en su rostro hay la esperanza de que algún día la curen, que su nivel de toxicidad disminuya y que pueda acompañar a Oriol a la escuela y donde sea.

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