Quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro

Quentin Tarantino no decepciona con la esperada ‘Érase una vez en Hollywood’, presentada ayer en el Festival de Cannes

22 mayo 2019 08:25 | Actualizado a 22 mayo 2019 08:34
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Sentados en una silla, uno al lado del otro, Rick y Cliff responden a unas preguntas sobre el programa de vaqueros en el que están trabajando. Rick es la estrella, Cliff es su doble de acción. El primero está encarnado por Leonardo Di Caprio; el segundo, por Brad Pitt. Los dos son amigos, aunque su día a día es bien distinto. Cliff conduce un viejo coche y vive en una caravana con su perro, al que de noche da de comer y al que tiene bien adiestrado. Rick, en cambio, se tumba en una colchoneta en la piscina de su lujosa mansión, mientras repasa las líneas del papel que tiene que interpretar al día siguiente. Antes que nada, Érase una vez en Hollywood es el retrato de la amistad entre estos dos hombres. Es, a la vez, una bella declaración de amor al cine. También, cuenta la historia de la vecina de Rick, Sharon Tate, quien fuera esposa de Roman Polanski y que murió a manos de la familia Manson.

Era el título más esperado del Festival y se trata precisamente de una película sobre la espera, pues merodea tanto literal –paseos en coche, deambulares por las calles de Hollywood– como narrativamente –hay un flashback dentro de un flashback. Tarantino sabe precisamente de esto, de dilatar los tiempos, de posar su cámara sobre momentos aparentemente vacuos, como en aquella conversación de bar en Malditos bastardos que parecía eterna y que sublimaba la concepción del suspense. Sabe, también, de cine y de las capacidades de subversión de este. Cinéfago y cinéfilo, en Érase una vez en Hollywood se dispone a recorrer los géneros, la industria y el paisaje del Hollywood de los sesenta. Hay pistas sobre el spaghetti western y sobre las historias del oeste hechas para televisión, y hay una sensible aproximación de la figura de la estrella y del actor. En uno de los momentos más conmovedores de Érase una vez en Hollywood, Rick filma una escena en la que encarna a un villano, un rol en el que está encasillado: el actor de la ficción lo borda, y cuando la secuencia termina, la cámara de Tarantino se posa en su rostro para reflejar la emoción del esfuerzo realizado. El instante encuentra su par en otro plano cerrado: el de Sharon Tate en la sala oscura de un cine, donde está viendo La mansión de los tiene placeres, en la que ella misma aparece. Ante las risas de la sala, que disfrutan de la película, Tate sonríe satisfecha.

Érase una vez en Hollywood brinda el final más emotivo que ha hecho este cineasta capaz de rodar la violencia más macarra, de crear situaciones y personajes absurdos y de componer su propio ars amatoria, hacia el cine, el arte del tiempo... y de los fantasmas.

Otra película de la Sección Oficial de Cannes, Frankie, de Ira Sachs, también desprende la emoción de manera tamizada y también se aproxima, de alguna manera al universo de Hollywood. Frankie se tiñe de la luminosidad del pueblo portugués de Sintra, donde una actriz interpretada por Isabelle Huppert a la que le queda poco tiempo de vida ha reunido a sus allegados. Su hijo, su marido, su ex, una amiga y su novio, su hijastra y la familia de esta se encuentran en un paraje de colores vivos, que sin embargo esconde un pesar. 
Alrededor de la actriz Frankie, se va desplegando un entramado de relaciones, afectos y frustraciones, que Sachs enarbola a la manera de Eric Rohmer: a través de paseos, de encuentros y de planos largos que revelan los movimientos de los personajes y sus vínculos, que se irán desenmarañando hasta culminar en un hermoso plano final. 

En el camino, Sachs incluye dos instantes en que un personaje observa a otros de lejos, con un catalejo. Una piensa en los prismáticos de La regla del juego de Jean Renoir, que ponían en evidencia la voluntad de estudiar los comportamientos de esa especie llamada humanos. En Frankie, Sachs hace suyo este juego observacional, y confirma lo que ya quedó claro en películas como Un verano en Brooklyn: que se trata de un cineasta con una capacidad única para plasmar las complejidades de las relaciones y las emociones, y que comprende que no solo importa lo que los personajes dicen, sino lo que callan; no solo lo que sienten, sino qué es la vida.
 

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