Tarragona, la ciudad carillón

La sociedad civil de Tarragona navega en la paradoja de contar con un gran tejido asociativo cuyo poder se ve obstaculizado por la falta de cohesión, el conformismo y el individualismo

16 diciembre 2018 17:50 | Actualizado a 16 diciembre 2018 17:58
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«Dormida». «Aletargada». «Apática». «Pasiva». «Narcotizada». «Domesticada». Incluso «muerta». Son algunos de los adjetivos que uno recibe casi a modo de saludo cuando pregunta por la salud de la sociedad civil de Tarragona. Y, a continuación, como alegoría icónica, surge el carillón del Mercat Central. «Eso es Tarragona, el carillón. Unos muñecos que dan vueltas y vueltas sobre sí mismos continuamente al ritmo alegre de Amparito Roca y Paquito el chocolatero ante la mirada entusiasta y complaciente de la población. No es broma; ha sido uno de los grandes proyectos de ciudad de este año y fue inaugurado a bombo y platillo, con el alcalde y demás autoridades al frente».

Visto esto y si, como sostienen todos los expertos en organización social, «la calidad democrática depende de varios factores, de los cuales el más importante guarda relación directa con el vigor y el dinamismo de la sociedad civil», pues tenemos un problema.

La sociedad civil es esa esfera de instituciones, organizaciones y asociaciones intermedias entre el individuo y el Estado que se erigen en lugares para la construcción de opinión pública y de vigilancia del poder de la administración. Son Organizaciones No Gubernamentales, sindicatos, universidades, colegios profesionales, asociaciones religiosas, festivas o culturales, clubes sociales y deportivos, asociaciones de vecinos, de empresarios...

«TGN va a perder el tren y nadie lucha para evitarlo»  

Parecería paradójico e incluso injusto hablar de debilidad de la sociedad civil en una ciudad que cuenta con un elevado número de asociaciones, algunas de un impacto social tan grande como Càritas o las collas castelleras. «Te asombraría saber la cantidad de asociaciones culturales y sin ánimo de lucro que buscan ayudar a las personas en Tarragona. Hay más de 700 inscritas en el Ayuntamiento que realizan labores altruistas», confirma el abogado Paco Zapater, quien conoce bien el tema porque durante cuatro años ejerció como concejal de Relacions Ciutadanes y fue también Síndic de Greuges de la URV. 

O sea que la sociedad civil existe. «Sí, incluso es muy densa en lo que a asociacionismo religioso, solidario, cultural y festivo se refiere», coinciden todos. Pero el problema no radica tanto en la cantidad de organizaciones como en la calidad de su funcionamiento: en la falta de unidad, en la subordinación y la dependencia de la administración, en que no está bien estructurada ni cohesionada... Con lo cual su capacidad de influencia es muy escasa.

En efecto, Tarragona tiene una sociedad civil, entendida ésta como el conjunto de organizaciones civiles capaz de ejercer un control sobre el poder político y abrir foros de debate desde los que pensar la ciudad y sus problemas, más bien pobre.   

El entorno externo
El determinismo geográfico

El sociólogo de la URV Ángel Belzunegui achaca esta debilidad al modelo de Estado. Explica que «en Estados Unidos la sociedad civil es fortísima, porque el Estado es residual. Eso provoca que haya surgido entre los propios ciudadanos la necesidad de autoorganizarse».

«Pero aquí –prosigue Belzunegui–, con un Estado más fuerte, todo el mundo aspira a trabajar para la Administración. Es un Estado que controla mucho, clientelar. Las entidades sociales y cívicas están completamente intermediadas por el Estado. De hecho, si les quitas las subvenciones el 80% de ellas desaparecería. Tenemos una sociedad civil que gira alrededor de la Administración. Es, por tanto, una sociedad civil apagada, acomodaticia, que carece de incentivos para innovar, porque haga lo que haga la subvención llegará».

El empresario Armand Bogaarts comparte este argumento. Su visión es interesante, pues se trata de una persona llegada de fuera –es holandés– que ha hecho un gran esfuerzo por integrarse en la sociedad de Tarragona. Es miembro del Rotary, club que llegó a presidir durante un año. «España es el país de la corte. Y Tarragona no es ajena a esto. La gente piensa que la Administración está en el centro de todo. Se trata de una percepción autoritaria de la sociedad que en realidad no es tal, pero que está muy presente en la mente de las personas, que se autolimitan por ello».

«El conformismo de los tarraconenses impide luchar para cambiar las cosas»

Paco Zapater introduce el concepto del determinismo geográfico. «Yo creo mucho en que el lugar donde naces o vives configura una forma de ser. Y Tarragona es la antesala del levante feliz de Valencia y Murcia. Aquí reina el «me da igual, el se me’n fot. Tenemos un buen clima, los recursos de la tierra y el mar a la vez… Todo es fácil, y esto nos hace luchar menos, es una cuestión de actitud». Además, Zapater cree que «Tarragona está sometida a una doble presión. Por una parte, el peso de Barcelona, que le resta oportunidades, y, por otra, siente en la nuca el aliento de Reus. Esto la paraliza y eclipsa». 

El conformismo
«Vivir bien adocena a las personas»

Una de las cosas que más poderosamente llamó la atención de Armand Bogaarts cuando se introdujo en la sociedad de Tarragona fue esa sensación que tiene la gente de esta ciudad de que «aquí se vive muy bien y todo el mundo está contento y feliz». Y este pensamiento, inevitablemente, conduce a una actitud de conformismo.

Lo confirma Paco Zapater, quien asegura que «Tarragona no es una ciudad que se caracterice precisamente por su vitalidad, sino por ese carácter mediterráneo, afable, sin estridencias, donde la gente puede ser feliz, estar bien consigo misma y con el entorno... Y claro, vivir bien adocena a las personas».

Armand profundiza en el asunto: «Sí hay una sociedad civil activa que forma clubes, asociaciones, collas castelleras, comparsas de Carnaval, cofradías de Semana Santa… Desde el punto de vista social, hay muchas asociaciones que demuestran que a nivel de solidaridad la sociedad civil sí responde. O sea, que no podemos decir que está muerta, porque hay muchas actividades, pero no es revolucionaria ni lucha por cambiar las cosas. No hay proyección, ni un plan; acepta el pasado y se queda anclada en él». 

«Aquí cada asociación defiende lo suyo y hace su guerra sin que haya nadie que las aglutine»

«Y si lo miramos desde el punto de vista económico –continúa–, aquí sí que podemos ver que Tarragona está dormida. Las empresas no hacen piña, no exigen nada, no explican sus necesidades... Tampoco ayuda que no haya un liderazgo empresarial fuerte. De hecho, si uno tuviera que hacer una reunión con las principales empresas locales, ni siquiera sabría a quién dirigirse».

Armand aún no deja de sorprenderse «por ese carácter que tiene la gente de Tarragona de aceptar el status quo, de decir que las cosas son como son. Y se queda tan ancha. Ese conformismo impide luchar por mejorar las cosas. Sí que se quejan, a veces en exceso, pero no hay iniciativa para cambiar nada». Y lo ilustra con una frase llena de desesperanza: «Yo, desde luego, no creo que la revolución vaya a surgir de Tarragona. En ningún sentido».

Armand se pregunta cuál es la razón de esto. «Una teoría es que Tarragona es una capital donde hay mucha administración pública y pocas empresas. Ante la imagen de continuidad, de que todo seguirá siempre igual, la gente se acostumbra y hay menos personas que rompen moldes, que se salen de lo establecido. Y quienes tienen esa inquietud se van a Barcelona, una gran ciudad cuya cercanía también es un problema para Tarragona, porque tiene un gran poder de atracción, sobre todo para esas personas que quieren transformar las cosas. Al final –continúa– la gente más activa se acaba cansando y lo deja todo en manos de la Administración».

Se suma a esta crítica Ángel Belzunegui: «La sociedad civil no está muerta, pero sí es pasiva y muy reactiva, está siempre a la espera».

«La solución pasa por un liderazgo que esta ciudad no tiene» 

También lamenta el conformismo de los tarraconenses el arquitecto Xavier Climent, una de las caras más visibles de la plataforma Mou-te per Tarragona y miembro del Senat Tarraconí. «Aquí si no pasa algo realmente trascendente la gente no se mueve, es muy apática. No se ven los problemas ni se intenta luchar por resolverlos hasta que ya es demasiado tarde». Y pone el ejemplo del tren. «Tarragona va a perder el tren y cuando nos lo quiten y no pase ya ninguno por la estación vendrán las lamentaciones, la gente se rasgará las vestiduras y criticará a unos y a otros, pero mientras no hace nada. Y cuando quiera hacerlo, si es que algún día quiere, ya será tarde».

El individualismo
«Esta es una ciudad de capillitas»

Si hay algo en lo que todos coinciden al analizar la sociedad civil de Tarragona es el individualismo y la falta de cohesión de las asociaciones y entidades. Y la frase «cada uno defiende lo suyo» suena como una losa que impide cualquier acuerdo.

Ángel Belzunegui sostiene que «la propia configuración física de Tarragona no ayuda». En este sentido, el sociólogo apunta que «es una ciudad muy desarticulada territorialmente, con una gran segregación social. Y todo en Tarragona es centrífugo, hay una tendencia a expulsar las cosas del centro». Y cita, a modo de ejemplo, que «uno de los principales proyectos de ciudad del Ayuntamiento es La Budellera, o sea, volver a mandar a la gente lejos del centro. Eso contribuye a que cada uno vaya a lo suyo y pase más desapercibido. De esta forma, la gente mira solo por lo suyo a nivel muy territorial y pierde el sentido global de la ciudad».  

Antoni Peco, con una experiencia de veinte años al frente del movimiento vecinal, nueve de ellos como presidente de la Federación de Asociaciones de Vecinos de Tarragona que acaba de abandonar, también considera que la falta de cohesión entre la ciudad y los barrios se ve reflejada en la desunión de la sociedad civil. Sabe de lo que habla: «Cuando una comunidad tiene una reivindicación, la gente sólo responde si le toca directamente a su barrio, a su persona. Nunca cuando se trata de la ciudad en general. Solamente lo mío, el resto no me importa, es la consigna. Incluso –prosigue– cuando el problema no le toca a uno personalmente se ve la protesta como un estorbo, aunque sepan que esa acción es para mejorar la vida de todos».

«Las entidades sociales no sólo no cooperan entre ellas, sino que compiten entre sí»

Paco Zapater remata: «¿Ir juntos? ¡Ni hablar, qué va! En cada barrio hay varias asociaciones de vecinos y en cada ámbito económico o cultural esta duplicidad se repite. Son asociaciones similares, que representan lo mismo, pero que se contrarrestan mutuamente. En muchas ocasiones esta atomización responde a las apetencias e intereses personales de muchos líderes, al personalismo», sostiene.

Y añade que «esto explica que no haya una sociedad civil potente. Está, si no atomizada, sí al menos muy fragmentada, a veces en compartimentos estancos que no permiten la suma de esfuerzos aunque peleen por lo mismo. Y yo, que lo he intentado, puedo decir que no hay manera de que se unan. Nadie está dispuesto a ceder su cuota de protagonismo».

Peco coincide con Zapater y señala que «esta es una ciudad de capillitas, donde cada una hace su guerra sin que nadie las aglutine. De hecho –dice–, hay eventos y movilizaciones a los que unos van y otros no, dependiendo de quién los organice. Y los que no van montan luego su acto, muy similar, pero a una hora y en un lugar diferentes. Esto también tiene mucho que ver con la falta de líderes importantes en la ciudad».

No obstante, Peco se felicita porque «el movimiento vecinal ha conseguido muchos logros a través de pedir, de reivindicar…». Y evoca, a modo de ejemplo, que «en tiempos de Nadal evitamos una subida importante del precio del autobús creando alternativas.  La gente responde cuando le tocan lo suyo. Eso sí, sólo cuando le tocan lo suyo», puntualiza.

Es una visión que también tiene Xavier Climent, quien considera que «hay una vida social enorme, pero no se vehicula para conseguir objetivos comunes. «Hay gente muy válida, pero cada uno hace sus cosas, da dos o tres pasos y luego se cansa. Falta cohesión de los diferentes grupos, una asociación de asociaciones. Hay demasiado individualismo incluso colectivo, pequeños grupos que pueden funcionar la mar de bien juntos pero al final cada uno hace la guerra por su lado».

Por su parte, Armand Bogaarts relata que «cuando uno viene de fuera resulta difícil entrar en la sociedad civil tarraconense. Te parece muy cerrada. Por eso hay muchísima gente de fuera con ganas de hacer cosas que nunca entrará en la sociedad civil. Luego, una vez que estás dentro descubres la cantidad de gente que participa en las entidades realizando muchas actividades. Pero es cierto que cada uno va a lo suyo, defiende lo suyo, lo que impide que surjan cosas en común». 

La desconfianza
«Al que levanta la cabeza se la cortan»

Unos lastres tan importantes como el conformismo y el individualismo se quedan, sin embargo, en anécdotas ante otro de los grandes pecados que marca a la sociedad tarraconense y que explica que a la ciudad le cueste tanto avanzar. Se trata de la desconfianza y la envidia, pecados que atentan de forma decisiva sobre la ausencia de liderazgos fuertes.

Es una cuestión que pone sobre la mesa Paco Zapater: «Existe en Tarragona un instinto fratricida que asoma a la superficie cada vez que un ciudadano o una asociación tiene o propone una iniciativa. Hay una cierta envidia de que tú triunfes y yo no. Este es uno de los mayores frenos para la ciudad, porque conlleva que el que puede destacar no levanta la cabeza para que no se diga nada malo sobre él, y también, no nos engañemos, porque si la levanta se la cortan».

Consecuencia directa de esta «enfermedad social» es que las personas más valiosas de la ciudad, indiferentemente del ámbito de que se trate, permanecen calladas en una oscura segunda fila, mientras son «hombres de paja» los que aparecen al frente de las organizaciones y las asociaciones, «en muchas ocasiones movidos exclusivamente por puro afán de protagonismo, aunque sin capacidades ejecutivas reales».

Armand Bogaarts sabe lo que es este «cáncer». Lo ha sufrido en sus propias carnes. «Lo primero que piensa la gente de Tarragona cuando alguien propone algo no es qué puedo aportar ni cómo puedo ayudar, sino ‘ostras, ¿por qué lo quiere hacer? ¿Qué interés privado persigue?’. Porque desconfían y dan por hecho que detrás de cualquier iniciativa, de cualquier propuesta, hay un interés privado». 

Se trata de esa costumbre tan tarraconense de poner el ‘no’ de entrada, de oponerse por norma a cualquier proyecto. «Es lo que ha pasado con los Juegos Mediterráneos. En cualquier otra ciudad toda la población se habría volcado y habrían sido un éxito que todos exhibirían con orgullo. Aquí, no. Aquí la envidia y el cinismo paralizan la ciudad».
 
Administración
«Aquí todos viven de la subvención»

El peso de la Administración y la longitud de sus tentáculos es también un hándicap para la sociedad civil tarraconense. En este sentido, el más crítico es Antoni Peco, que no tiene pelos en la lengua al afirmar que «el Ayuntamiento se lo pone complicado a la sociedad civil, consciente de que si ésta es débil es más fácil de manejar».

Añade Peco que «los partidos intentan mantener controlados y domesticados a los movimientos sociales porque así pueden hacer políticas más acordes con sus intereses y los de sus gentes cercanas que con los del conjunto de la sociedad, como ha pasado en Tarragona en los temas urbanísticos, que no responden a criterios de cohesión social».

Denuncia el exlíder vecinal que «los brazos de la Administración son muy largos y que aquí funciona mucho el clientelismo: si tienes un amigo te hacen caso; si no, te hartas. O te rindes o te pones a cambiar las cosas desde dentro».

Y es lo que ha decidido hacer él. «Cuando ves que la administración no va a permitir ir más allá y construir espacios de debate colectivos no tienes más remedio que entrar en política para tratar de solucionar los temas e intentar transformar las cosas desde dentro, desde el Ayuntamiento». Ante la pregunta de si no es eso precisamente, la politización, lo que debilita a algunas asociaciones, admite que en ocasiones el movimiento vecinal ha servido como trampolín para impulsar una carrera política. «Responde a un contexto histórico real, pero también es verdad que cuando ha habido un problema acuciante no se ha mirado el color político. La mayoría de los líderes vecinales ha antepuesto el bienestar de sus vecinos al interés de su partido».

No comparte su visión Paco Zapater, que incide en que «es cierto que una gran parte de las asociaciones están un poco acostumbradas a recibir y prestar los servicios que le permiten las subvenciones de la Administración». Incluso señala que «ese chupar de la teta se ha institucionalizado y es vital para la consecución de sus fines e incluso para su propia existencia, en algunos casos. Y si no mama se produce una reacción inusitada, como si la subvención fuera un derecho adquirido». Zapater critica esa excesiva dependencia que tienen muchas asociaciones de la Administración, porque eso impide que se busquen la vida de otras formas; si no hubiera tantas subvenciones la gente se espabilaría más». Pero, dicho esto, el abogado desmiente que estas ayudas generen clientelismo, «porque es una subvención muy tasada y muy objetivada. Quizá en un tiempo ocurrió, pero no ahora, porque hay un control férreo del uso del dinero público».

Por su parte, Ángel Belzunegui apunta que «las entidades sociales de Tarragona están tan mediatizadas por la Administración que no sólo no colaboran ni cooperan unas con otras, sino que, al contrario, compiten por los recursos de aquella, una dependencia que les impide ser críticas».

¿Hay solución?
«Un proyecto bomba que ilusione»

Una vez realizado el diagnóstico, llega la hora de proponer soluciones. Si es que las hay. Porque, si bien ninguno cree que la situación sea irreversible, nadie muestra un gran optimismo.

Peco asume que «todos tenemos parte de la culpa, porque nadie le pone remedio», y propone «abrir foros de debate y discusión para sacar a la ciudad de la apatía».

Coincide con él Xavier Climent, quien echa en falta en Tarragona una entidad como el Centre de Lectura o el Círcol de Reus. El arquitecto, desde su experiencia como representante de Mou-te, apuesta por «tratar de unir a la gente. Claro que parece que para ello tiene que pasar algo realmente grave, como ocurrió entonces, cuando la Generalitat, mediante la Llei de Vegueries, pretendía arrebatar a Tarragona la capitalidad. Quizá si lo volvieran a proponer sería un revulsivo para que Tarragona se una, aunque qué pena que tenga que pasar algo grave para juntarnos», reflexiona.

Zapater se apunta a esta visión: «Tarragona sólo se unió de forma sincera y espontánea ante la amenaza de la cocapitalidad».

Ángel Belzunegui, por su parte, cree que «desde el punto de vista institucional hace falta un proyecto muy claro de transformación de la ciudad, algo muy grande. En Bilbao fue el Gugenheim; en Barcelona, los Juegos Olímpicos… Algo disruptivo que transforme la ciudad y genere ilusión. Pero para eso es fundamental un liderazgo político y económico fuerte que hoy aquí no existe».

«Pero, sobre todo –concluye Belzunegui–, hay que cambiar esa percepción generalizada de que la ciudad va a menos. Eso marca la disposición de la gente a trabajar. Si está deprimida, como parece el caso de Tarragona, se queda tirada en el sofá».

El referente
Mou-te per Tarragona, un espejismo en el desierto

Corría el año 2009 cuando nació el movimiento ciudadano Mou-te per Tarragona, una plataforma heterogénea donde confluyeron diversas corrientes de pensamiento, sin ninguna pretensión política ni partidista, pero con una clara voluntad y objetivo: trabajar por el futuro de Tarragona desde el respeto y la colaboración, sumando energías y esfuerzos para servir a la ciudad. Entre sus principales reivindicaciones se hallaba la de mejorar las infraestructuras y perseguía que la ciudad tuviera una estación de tren de alta velocidad integrada en el núcleo urbano. Su papel fue muy importante en la oposición que Tarragona protagonizó contra la Llei de Vegueries, sobre todo porque la norma hablaba de cocapitalidad entre Tarragona y Reus. La plataforma tuvo un gran éxito, con más de 5.000 adhesiones. Sí, fue un hito sin precedentes en la ciudad, aunque cuando murió tampoco tuvo sucesión.

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