El libro de Azorín que los críticos evitan

El Cura y el Barbero. Mi deseo de reivindicar el incómodo libro ‘El escritor’ quiere demostrar su enorme mérito literario y, sobre todo, su estremecedor valor testimonial

Coincidiendo con la celebración del 150º aniversario del nacimiento de Azorín, se están escribiendo estos días numerosas semblanzas sobre la vida y la obra del maestro de la generación del 98. Sin embargo, cuesta hallar entre todos esos homenajes a un solo estudioso o crítico que se detenga o que cite siquiera uno de los libros más valiosos del autor de Monóvar. Me estoy refiriendo a El escritor, publicado en la Colección Austral en 1942. Hay en esa omisión un loable deseo de proteger la figura de Azorín, que alguien puede sentir enlodada por lo que quedó escrito en algunos pasajes de ese libro. Por eso, ese mismo alguien pudiera reprocharme que, al dedicar yo este artículo monográficamente a la obra de marras, y al hacerlo, además, en el año de los fastos conmemorativos, esté obrando de mala fe. Nada más lejos de la realidad. Mi deseo de reivindicar este libro incómodo es justamente por el motivo contrario: demostrar su enorme mérito literario y, sobre todo su estremecedor valor testimonial.

El escritor se publica tres años después de terminada la Guerra Civil. Durante la contienda, Azorín ha permanecido retirado en Francia y su regreso es bendecido por Serrano Suñer, a la sazón ministro del Interior de Franco. Azorín tiene entonces 66 años y es poco menos que una pieza de museo perteneciente a una España que ya no existe. Pero la principal fuente de ingresos de Azorín siguen siendo sus libros y estos no parecen encajar ya entre la nueva literatura que cultivan, sobre todo, los jóvenes escritores falangistas. Azorín, además, se ha mostrado muy tibio y cauteloso respecto a su adscripción al Régimen, por lo que se le observa con cierto recelo. Es significativo que Azorín le dedique, precisamente, El escritor a Dionisio Ridruejo, en ese intento de hallar un espacio entre la nueva intelectualidad. Ese es el contexto del libro que nos ocupa. En la novela aparecen dos personajes principales, ambos escritores: Antonio Quiroga, trasunto inequívoco del propio Azorín, y Luis Dávila, representante de la nueva generación de escritores. Quiroga siente por Dávila una inicial antipatía (divertida e irónica), cuya aspereza va limándose conforme va conociendo las aptitudes de este y la admiración va ejerciendo su diplomacia. Lo mismo ocurre al revés: Dávila, incluso, escribe un libelo contra Azorín antes de la definitiva reconciliación. El libro está dividido en dos partes. En la primera toma la voz Quiroga y en la segunda lo hace Dávila, en un interesante juego de perspectivismo. Es en esa segunda parte cuando aparece el pasaje más comprometedor para Azorín. Se titula «A los jóvenes» y en él Dávila propone a Quiroga que dé un discurso a un grupo de amigos reunidos en su casa. La disertación termina con un «Jóvenes: ¡En pie y arriba España!» y el consabido gesto de estos con el brazo en alto.

Causa tristeza encontrar al viejo maestro, hasta no hace mucho modelo indiscutible de tantos, casi mendigando complicidades con los representantes de la nueva era. Pero hay un capítulo donde se ve a Quiroga discutiendo vehementemente con alguien que le pide pagar las facturas: Azorín-Quiroga tiene que comer. Y antes de emitir juicios de valor (ya conocemos cómo el Régimen instrumentalizó la figura de Azorín –pero ¿cómo hablar de connivencia?) debiéramos comprender la tesitura en la que se halla un español en plena posguerra. El escritor, en ese sentido, es un ejercicio desesperado, conmovedor y terrible de autojustificación que más que condenar absuelve a Azorín a poco que el juez atesore una pizca de comprensión y discernimiento sobre los límites entre principios y supervivencia. También es un libro reivindicativo. El propio Dávila, imbuido del lenguaje patriótico del momento, reconoce en Quirga a alguien que también ha ofrecido su servicio a España desde los postulados del 98.

El escritor es, además, un artefacto literario de originalísima estructura; aún hoy, acostumbrados al hibridismo de la novela, llama la atención su apuesta vanguardista, en la que asistimos al concepto de «novela en marcha» con muy interesantes reflexiones metaliterarias. Genial es el cuestionario que hace Quiroga a Dávila, que deja a la famosa entrevista capotiana en un ejercicio de escolar. Quizás fue en esas digresiones sobre Literatura (la única y verdadera identidad) donde Azorín halló algo de certidumbre en mitad del desconcierto que debió de ser para él aquella España en la que no podía reconocerse.

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