Gamba de Tarragona: Un amor imperial

Moha Quach, de ‘El Terrat’, me lleva al Serrallo a recibir a la ‘Maria Ferré II’. Vamos a resolver el misterio de la gamba

Cierren los ojos. Repitan para sus adentros, como un mantra, estas tres palabras: gamba de Tarragona, gamba de Tarragona. Si son gente decente se les llenará la boca de agua salada y se les hincharán los labios de lujuria. Ahora abran los ojos y sean sinceros: ¿cuándo fue la última vez que se comieron una genuina gamba roja de Tarragona? ¡Ajá!

¿Por qué esa sensación de que se deteriora el consumo de uno de los productos más excelsos, representativo de nuestra cocina y de calidad premium? Misterio. Me dirán que la gamba es cara. Sí. Pero difícilmente un par de gambas rojas —bastan para un entrante— les costarán más de tres euros, lo que les cobran por una cerveza industrial o menos de lo que vale un pedazo de salmón mutante de piscifactoría. Tiene que haber algo más. Así que pido a Moha Quach, del restaurante El Terrat, que me acompañe al Serrallo. Vamos a resolver el misterio de la gamba. Para quienes no lo conozcan, Moha es la gran promesa de la cocina tarraconense, el Lamine Yamal de los fogones. Nacido en una familia rural del Rif, de etnia amazigh, es un chico joven y guapo, de una cordialidad contagiosa. Llegó a los doce años, estudió en la escuela de hostelería de Cambrils y ya es chef y propietario de uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Es presidente de Tàrraco a Taula. Tiene talento y curiosidad. Además, es hijo de pescador, así que entiende el marrón en el que han metido a nuestras barcas del Serrallo, atrapadas en la pinza agobiante de las directrices europeas y la competencia desleal marroquí.

Moha cocina la gamba roja que compra a la pescadera Encarna del Mercat Central. A Encarna le suministra el género la barca de arrastre Maria Ferré II, reconocida por traer a puerto la mejor gamba de la región. Trazabilidad escrupulosa hasta el origen. Esperamos a la Maria Ferré II junto a un jaio. Es su armador, Andreu Domènech —o Andreu del Mico, en la complicada genealogía de los pescadores. Con 83 años, hace ya tiempo que dejó el patronaje de la embarcación a su hijo, pero aún baja cada tarde al muelle para controlar un poco el percal: «Nos lo ponen difícil, pero aún aguantamos». Andreu del Mico Jr., 55, amarra y empieza el triaje y encajonado del pescado. Hoy trae diez kilos de gamba roja de máximo calibre.

«Claro que hay gamba. Nos reducen las vedas, nos obligan a usar mallas cada vez más amplias, ahora ya de cincuenta centímetros. Cada vez más trabas, pero se pesca igual, con temporadas buenas y no tan buenas; esto es cíclico».

El cambio climático se nota en las capturas de especies no endémicas en este rincón del mediterráneo, como la gamba blanca, de la que hay mucha. Andreu se defiende de las acusaciones de destruir el fondo marino: «Mira, pescamos a 18 millas y entre 280 y 400 brazas de profundidad: ahí solo hay barro».

Moha presenta su gamba sobre una sección de columna romana
Moha presenta su gamba sobre una sección de columna romana

Ese lugar, el hogar de la gamba roja, es el gran cañón que recorre la costa catalana, desde el golfo de León a Dénia, pasando por Palamós, Vilanova, l’Ametlla o Borriana. «¡Es todo la misma gamba! Lo que pasa es que en otros sitios han sabido venderse mejor. En Tarragona siempre tenemos que hacernos de menos. Todo es política». Para los del Mico es un producto excelente y tratan cada bicho con mimo hasta depositarlo en la subasta.

Nos llevamos unos magníficos ejemplares de aristeus antennatus al restaurante de Moha, sobre la Pedrera. Desde allí se domina todo el puerto con la vista. Nos recibe con un cóctel, una versión refrescante y viciosa del Mulsum romano, semejante a un pisco sour peruano, pero a base del vermut blanco más local.

Ha hecho los deberes: ya tiene preparados los componentes del plato de gamba roja de Tarragona que incluye en su menú Olivus, un recorrido entre la cocina tarraconense de raíz catalana, el recetario latino de Apicio, que consulta con asiduidad y moderniza, y los toques inevitables de su cultura norteafricana de origen, como el limón encurtido marroquí o el ras-el-hanut.

«Olivus era un barco de la Tarraco Imperial que mercadeaba con alimentos en el Mare Nostrum occidental, de Roma a Mauritania». Qué mejor para denominar esta apuesta de fusión única entre espacio y tiempo. Como sin buen branding hoy no vas a ningún sitio, propongo la etiqueta Alta Cocina Romana (no hecha en Roma, sino en Tarragona) para designar su cocina singular. Si hace fortuna, ya pediré royalties.

Moha deconstruye un romesquet de gambas sobre una sección de columna romana. Tenemos una airosa espuma de patata. Un pan de cebolla. Actúan unos puntos sutiles de mayonesa de perejil. Ha calentado en un cazo una crema de romesco con la potencia de la cabeza de la gamba incorporada. La cola de la bestia yace en forma de trocitos crudos, apenas templados bajo las lámparas de infrarrojos. Coronan las antenas de la gamba, liofilizadas y sabrosísimas, y unos brotes de nabo. El resultado es de una delicadeza total —alguien objetaría que demasiada— que se come en avariciosas cucharadas.

«Estamos en Tarragona. Somos un puerto. En casi todos los platos que hago interviene el pescado. Y la gamba de aquí no puede faltar, por calidad y por convicción», reivindica Moha Quach.

La visita a El Terrat es más que recomendable, aunque hay otras maneras cotidianas de defender la propia gamba. Debería ser una responsabilidad cívica y patriótica frecuentar nuestros mercados, preguntar por el origen de la pesca y, de vez en cuando, dejar ir los más bajos instintos y permitirse el lujo asumible de chupar una buena gamba de Tarragona. Ganaríamos todos: los que la capturan, los que la cocinan y los que la acabamos disfrutando. No me sean rancios y viva la gamba.