Anna

Entre toda la fecunda galería de personajes secundarios del ‘procés’, un fascinante elenco de actores de caras difíciles y enorme vis cómica, en la mejor tradición del cine español, confieso mi debilidad por Anna Gabriel.

Anna era una dirigente de la CUP ferozmente independentista, aunque siempre me pareció que en su interior se estaban librando varias batallas épicas de resultado incierto: había ahí encerrada una charnega que quería ser megacatalana, una guapa que quería ser fea, una anarquista que quería fundar un nuevo Estado, una niña amable que quería ser punki y peligrosa.

Era Anna Gabriel la personificación exacta de la CUP: revolucionarios de camiseta de los Clash, manifa los sábados y paella los domingos. Sentí una inmensa ternura cuando Anna huyó de España sin que nadie la persiguiera. Me recordó a los niños modositos que por un día quieren aprovecharse del prestigio de los malotes y fingen ante sus amiguitos que los han expulsado de clase. Además, la anticapitalista Anna decidió marcharse a Suiza y ese fue otro hermoso oxímoron, tal vez el más brillante de su carrera.

Por un momento, a algunos entusiastas les pareció que quería derribar desde dentro los pilares del orden económico mundial hasta que un día apareció en la tele vestida de alumna de las ursulinas y hablando de su trabajo en Ginebra. Ahora Anna ha vuelto a España sin haber causado daños excesivos al sistema capitalista y el juez del Supremo le ha llamado a declarar. Yo le rogaría clemencia y un castigo proporcionado, a la altura de su personaje. Quizá baste con mandarle escribir cien veces y con buena letra: «No volveré a desobedecer a la seño ni a portarme mal».

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