Cuando los padres estropean a los hijos

Los psiquiatras predican con frecuencia: «Hay que matar al padre». Tienen buena parte de razón. El padre –y la madre– son muchas veces el obstáculo para la prosperidad del hijo.

Incluso cuando han sido modelo para ellos, porque los hijos tienen una obligación prioritaria e instintiva: superar a los padres, de lo contrario la Humanidad no avanzaría. Pues bien, ahora parece que no avanzamos sino que retrocedemos. Y parte de la culpa está en que el padre no fue matado a tiempo. Algo (egoísmo, desidia) no estamos haciendo bien.

Decía mi médico de cabecera –además era filósofo– que debería exigirse a las parejas un examen de aptitud para ser padres. Y unos cursos previos, entre otras cosas «para no parecernos a los peces y las alimañas» que procrean sin ser conscientes de cuanto hacen, sólo por pura ley hormonal y natural. Como utopía, la de mi médico era perfecta.

Los motivos para los cuales el que quiere ser padre tira para adelante en su empeño es que se cree más que preparado. Y conste que se añaden motivos de lo más variopintos, entre los que figuran «porque quiero tener una familia», «porque es ley de vida», «para dar continuidad al apellido» y otros tan banales como «porque todos tienen hijos» o «para sentirme más mujer» (o más macho).

Siglos atrás, el motivo principal era que se hacía para que cuando el padre envejeciera, el hijo o los hijos cuidaran de él, cosa que me choca porque soy de los que creen y quieren que hay que morir sin molestar, que bastante tabarra damos ahora a los que nos rodean.

Los cambios sociales de las siete últimas décadas han generado en Occidente legiones dominantes de ciudadanos en busca del bienestar, que ha desembocado, de la mano de la pérfida televisión, en idolatría al consumismo. En nuestra sociedad, los bienes son más importantes que las ideas y los sentimientos racionales, y se piensa que darles a los hijos cuantos más bienes, mejor.

Que eso es amor. Y con esta norma consumista se piensa que se ha cumplido, olvidando formarlos porque la formación exige un esfuerzo diario de imaginación, tacto y dosificación formativa. Es más fácil darles lo que piden y superprotegerlos, no vayan a vivir una infancia y adolescencia como la que se conoció en la posguerra. Es decir, los superprotegemos pero al mismo tiempo los abandonamos.

Un segundo factor de la comodidad paterna es sacudirse la responsabilidad formativa para entregarla falsamente a la escuela. Y los maestros, con su dosis de comodidad, enseñan pero no quieren formar. Consecuencia: el hijo pasa a ser un indefenso al albur de presiones externas incontroladas, con tendencia a lo más negativo-atractivo.

Un tercer factor es la facilidad de los padres a ceder ante la tentación dictatorial: ellos deciden y obligan al hijo. Dictan y con ello ignoran que generan rechazo, cuando lo más efectivo es dar ejemplo, pero eso cuesta bastante más. ¡Y encima pretendemos que nos admiren! Admirar, más vale que lo hagan con los sabios.

Cumplir con el fondo real de la paternidad (entregar a la sociedad un nuevo ciudadano que ayude a los demás a prosperar) es difícil porque tenemos un entorno dominante que convierte en raros a quienes buscan seguir una vida humanizada.

Sí, somos raros los que pensamos, los que desconectamos de la vida frívola y los que nos preocupamos por el porvenir de uno y de todos. Nadie nos acompaña en un actuar sensato y solucionador de problemas. Pero no por ello hemos de cejar en el empeño de construir una sociedad mejor, porque si esta sociedad, y con ella nuestros hijos, no nos superan intelectualmente (y es muy fácil conseguirlo) hemos fracasado.

Por eso y por duro que suene, hay que ayudar a nuestros hijos a «matar al padre».

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