Geopolítica energética

Ante la posibilidad de que la guerra de Ucrania se prolongue, muchos empiezan a preguntarse sobre la capacidad europea de reducir su dependencia energética de Rusia y progresar en la descarbonización de la economía, una tarea urgente donde las haya. El invierno de 2023 puede ser el momento de la gran prueba. La Unión ha hecho mucho para desengancharse del petróleo de origen ruso, pero sigue necesitando su gas.

Los 27 socios no comparten una estrategia bien definida en política energética y, si se alarga mucho el conflicto, la solidaridad entre ellos no duraría. No hay escapatoria a corto plazo de la contradicción que supone establecer duras sanciones económicas y financieras contra Rusia mientras se financia su guerra, comprando la energía que sigue enviando al continente a través de sus gaseoductos.

Pero la UE no sabe avanzar mucho más deprisa y además corre el riesgo de reemplazar estos combustibles fósiles por otros similares, a mayor precio, importados de terceros países. La transición energética, un asunto existencial en el que los europeos hemos liderado el planeta, podría entonces ralentizarse. El precio de la energía se ha disparado, lo que afecta al coste de la vida y aumenta el malestar social.

La ola populista y nacionalista que ha surgido como respuesta a los efectos negativos de la globalización puede volver a coger fuerza en nuestro continente. China está aumentando su consumo de carbón e India retrasa el plazo en el que eliminará sus emisiones de carbono. EEUU no es capaz de legislar en materia medioambiental desde hace quince años.

La tensión más difícil de abordar a medio plazo no tendrá lugar sin embargo entre países occidentales, sino en su relación con los países en vías de desarrollo. Los planes del G-7 para financiar energías limpias tiene sentido desde un punto de vista geopolítico y climático, pero a corto plazo no resuelve su problema más básico, asegurar el acceso a la energía.

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