El primer sorbo de cerveza

Toda la prensa española advierte de la llegada de una situación caótica con la inflación por encima del diez por ciento y debemos remangarnos por la gente que sufre. Se anuncian cartillas de racionamiento para los más vulnerables, como en los economatos de Cuba o la posguerra española.

Concretamente, una gran superficie, Carrefour, se ha asociado con la ministra Yolanda Díaz y, a traición de todo el sector de la distribución, ya ofrece la ‘Canastilla 30 productos por 30 euros’.

No solo llama la atención lo que contiene: té, pan, sal, maíz, aceite, vinagre, guisantes, chocolate blanco, galletas María, compresas finas o papel de wáter; como lo que falta: carne o pescado, ni huevos, leche, legumbres, verduras o fruta fresca.

Ha sido considerada menos saludable que la cesta de Caperucita, más cara que en Día y muy oportuna, pues no hace falta enchufar la nevera o el congelador.

En 2011, la multinacional francesa ya hizo una canastilla por 18,98 euros para sus compatriotas, ‘Le panier des essentiels’, la cual, con la inflación al 2%, incluía cerdo y vacuno, 495 gramos de panga, naranjas españolas, patatas, zanahorias, calabacines y un kilo de queso.

De entre todos los malos augurios, una noticia reciente anuncia el regreso al paleolítico magdaleniense: ¿Imaginan un mundo sin cerveza? Para hacer un litro se necesitan ciento cincuenta de agua y los alemanes advierten de que, si no se modera el precio del gas usado en el proceso de malteado, se acaba el Oktoberfest.

En el norte de México, conocido como el barril de USA, la persistente sequía pone en peligro la Coronita. Y a la buena cerveza no le gusta viajar y debe fabricarse a poca distancia de donde se bebe.

No hay que acojonarse, de peores hemos salido; hace un mes no había forma de conseguir hielo para prepararse un trago largo y esta noche está cayendo del cielo.

El primer sorbo de cerveza y otros pequeños placeres de la vida es un librito inclasificable de un francés, como Carrefour, Philippe Delerm, en donde nos narra treinta y cuatro momentos que le llenan repentinamente de un intenso placer fugaz.

Mojarse las alpargatas, los pasteles del domingo, que «fueron recoger moras y se llevaron el verano», o de la alegría de descubrir, leyendo en la playa, una cita que nos ayuda a sobrellevar la existencia.

En el caso de la cerveza, Philippe Delerm describe el primer sorbo con la prosa lírica que lo ha hecho famoso. Sientes el frescor amplificado por la espuma en los labios. La cantidad ingerida, ni poca ni mucha, entra de un tirón en la garganta dejando tamizado el paladar de amargor. Y finalmente el silencio siguiente al milagro que acaba de producirse y desvanecerse a un tiempo.

Estimados señores de Carrefour: en cinco décadas nunca habíamos echado mano de esta tribuna para hacer una llamada particular, pero esto es un ruego si desean de corazón mostrarse fraternales en una situación de necesidad.

El origen de la cerveza se remonta al neolítico, cuando el hombre dejó de recolectar hierbas y cazar y comenzó a cultivar. Con el grano molturado y menos agua, hacían pan, y con más agua, la cerveza (o sake) que se convirtió en uno de los alimentos básicos.

Ya el Código de Hammurabi (1772 a. de c.) garantizaba a todo ciudadano babilonio una ración diaria como parte de la dieta esencial y la norma 108 prescribía para los taberneros acusados de adulterarla, ahogarlos en su propia cerveza. De esa sopa que consumían en grupo con largas pajillas para aumentar su efecto embriagante y evitar los grumos dependía la mismísima paz social.

Además, España es, por detrás de la República Checa, el mayor consumidor mundial de cerveza y el más antiguo de Europa. Lo acredita la cova de Can Sadurní, en Begues, un yacimiento en donde se elaboraba con cebada, artemisa, hierba luisa, moras y miel, unos seis mil años antes de Cristo. Y que ahora embotellan como cerveza prehistórica bajo la marca Encantada.

Y la pregunta es si en la canastilla no podrían poner unos quintos para que te pasen las albóndigas de lata, en lugar del limpiacristales en pistola, antes de que volvamos a recolectar bayas.

Atentamente.

Cualquiera de nosotros podría escribir su librito con esos momentos. El olor a neumático en un garaje, a tierra mojada o a hierba recién cortada. Tantas veces nos planteamos, fijarse en la gente, qué poco sentido parece tener la vida y cómo un hecho insignificante, cruzarse una mirada, nos inhibe el resabio amargo.

Desgranar habas, morder la punta de la barra de pan, el apresto de una camisa salida de la secadora y recién planchada o escuchar esa canción en la que se convirtió un amor perdido. Cualquier olor, sabor, sonido, imagen o contacto táctil que le desencadene una nube de electrones dando chispazos en el hipocampo, y que somos incapaces de retener más de dieciocho segundos.

Bebemos los siguientes tragos, sin disfrutar, para olvidar el inicial y si no fuera por esos suspiros al infinito mejor sería buscar el deleite del último sorbo. Nuestros amables vecinos saben, por Jean Paul Sartre, de la angustia existencial generada por las injusticias del mundo. O conocen a Marcel Proust, quien, comiéndose una magdalena, se transportó a la casa de la Abuelita y encontró el tiempo perdido.