Cómo no ser un turista

¿Ha leído alguna vez un libro escrito por un turista? No. Los libros que se leen son los de viajes, mejor dicho, los de viajeros. Los turistas se definen en aquella película titulada Si hoy es martes, esto es Bélgica, antología de todos los tópicos y disparates del turista. Turismo es lo que se ve tras la ventanilla de un autocar, un tren o un avión. El viajero se define por su necesidad de descubrir a otros humanos para descubrirse a sí mismo.

El turista es un coleccionista sin sentido. De fotos, cachivaches, «pongos» e incluso de nombres países. «¡Qué gran país es Letonia!» me dijo un vecino. Le pregunté si tras esa experiencia tan positiva regresaría y me respondió rotundo «¡No, ya lo conozco!». «Entonces –añadí- si también conoces ya a tu mujer ahora debes andar buscando otras». Hace días que mi vecino no me saluda...

Los hay que buscan hoteles con piscinas, sauna y si es posible un campo de golf. Como si en Tarragona no hubiera hoteles con piscinas, sauna o campos de golf. En otro país, no se acercan a un mercado o una iglesia o mezquita en momentos de oración. Y lo que es peor, se sienten superiores a las gentes de países sencillos, temen literalmente a los negros o árabes, no salen del hotel o del crucero si no es con un guía; buscan una pizzería en Noruega porque el salazón les da repelús, o se llevan ropa como para pasar tres años fuera de casa, por si acaso. En los cruceros, esperan a la noche para lucir el último traje de gala comprado en internet. De leer libros antes de partir, nada de nada, porque no es Sant Jordi y no toca. El viajero, por su parte, es la persona inquieta que desea aprender, admirar y entender el porqué de nuestras sociedades. No es una ametralladora haciendo fotos, odia los selfies y se sienta en cualquier cafetería de cualquier lugar para contemplar a la gente que comparte café o cerveza y a la que desfila ante sí. Habla con el camarero buscando encontrar la esencia de una ciudad y de un país, y habla con el cura o quien se le cruce. Con una sonrisa, porque está en pleno goce de su aventura de averiguar qué pintamos los humanos en este mundo.

El turista viaja para contarlo. Diez segundos ante la Gioconda para pasarse, a la vuelta, largos ratos hablando de ella, sin saber que la Mona Lisa está en París porque Leonardo se fue a vivir a Francia en los últimos años y se llevó al Loira, enrollada, a su pintura favorita. El turista gusta de elegir destinos lejanos, cuando no conoce casi ni las tierras de aquí, en Tarragona; no sabe lo que es gozar del Delta, por poner un ejemplo. Busca un McDonalds en Bangkok antes de comer en un puesto callejero una maravillosa sopa tailandesa. Regresa de París diciendo que está sucia, cuando lo que tienen las calles de esa ciudad deslumbrante son años y solera, y no se ha fijado en los lavabos de nuestras autopistas o de baretos de cualquier rincón de Catalunya.

El turista, muchas veces, no sabe muy bien por qué viaja. Porque ha visto documentales en televisión, porque está de moda o para poder contarlo. El viajero estaría años dando vueltas sin volver a su hogar porque el mundo le fascina, porque comprueba que todos los humanos somos diferentes siendo iguales, porque la historia de las ciudades y lugares es apasionante, porque la naturaleza y la obra de los humanos, inspiran y enriquecen. Porque se siente pequeño en este pequeño planeta. Incluso porque alguna vez se ha enamorado de alguien que le ha correspondido. Y cuando eso ocurre, se enamora también de la ciudad del ser amado ...mientras dura ese amor.

En definitiva, el turista es como un ratoncito que cae en todas las trampas que le ponen delante los que viven del turismo, mientras el viajero gusta de estar solo y solazarse para enriquecer así su espíritu y gozar de la parte sorprendente y maravillosa de la vida en este mundo. Y viaja siempre, mentalmente, incluso cuando está en su hogar o no sale de su ciudad de la que siempre descubre detalles.

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