Cuando la escuela no es un lugar seguro

Han transcurrido dos días y aún no logro superar la conmoción en que me tiene sumido la última matanza de Texas, el asesinato a sangre fría de 19 niños y dos maestras en un colegio de la localidad de Uvalde a manos de un joven de 18 años que entró en la escuela de primaria armado con dos rifles.

No entiendo la facilidad con que en Estados Unidos un adolescente –o cualquier persona de cualquier edad– puede hacerse con un arma legalmente sin pasar por ningún control psicológico.

No entiendo cómo después de tantas tragedias y tanto dolor –la media sale a más de un tiroteo por día– ese país sigue rendido a la influencia del todopoderoso lobby de la Asociación Nacional del Rifle en lugar de limitar el acceso a las armas para defender la vida de sus ciudadanos y, sobre todo, de sus niños, que debería ser la primera gran prioridad de cualquier representante público.

Sí, hay muchas cosas que no entiendo y que, aunque me esfuerzo, no acierto a comprender. Pero quizá lo que más me asusta de todo esto es esa sensación que transmiten estas masacres de que la escuela, ese recinto que debería ser sagrado porque en él se aprenden conocimientos y se inculcan valores, ya no es un lugar seguro para los niños. Y aceptar esto es terrible.

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