Cinco kilos

Hoy es sábado y el cuerpo lo sabe. El estómago también, y lo teme, porque es día de aperitivo, primero, segundo, postre, café, chupito, copas y empalme con la cena del tirón. Pero como no hay pecado sin penitencia ni calorías sin culpabilidad, mañana es el día del llorar y del crujir de dientes. Y ese es mi calendario litúrgico.

No tengo ninguna amiga de mi edad que disfrute de una relación saludable con su cuerpo. Todas se quejan de que les sobran cinco kilos; todas se someten a su propio juicio sumarísimo y severísimo para acabar condenándose a pena de dieta perpetua. Son tipas listas que han ido a la universidad, han salido, han entrado, se han casado con buenos tipos, han tenido hijos y han conciliado la vida laboral con la profesional dejándose la piel en el pellejo, que diría la Mazagatos, pero siguen preocupadas, angustiadas y sometidas por cinco puñeteros kilos que están más en su imaginación que en sus cartucheras.

«La dieta es el sedante más potente de la historia de las mujeres», escribía Naomi Wolf en El mito de la belleza. Toma, claro: las energías que perdemos luchando contra nuestros cuerpos son las que no empleamos en luchar contra otras tiranías.

Y ahí seguimos, desperdiciando nuestras fuerzas, sufriendo tontamente en lugar de lucir nuestras carnes con gracia y con salero, de echarnos un bocadillo de lomo empanado al coleto sin tener que pedirnos perdón, de esperar el verano con alegría y no con angustia, de resultar atractivas porque nos sentimos atractivas. Pero la mayoría de las de mi quinta somos una generación perdida para la causa, salvo las que tienen el superpoder de comer sin engordar.

Que Santa Enjuta las bendiga y les conserve el tipazo.

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