Primavera en París

Macron contra todo y contra todos. Los años suelen tratar con respeto. Pero Macron no tiene años y sólo acumula odio, resquemor, desconfianza. No es ni capaz de generar indiferencia

La primavera es gris en París. Llueve, llovizna, chisporrea, gotillea. El cielo está húmedo y los humores están que trinan. Los Campos Elíseos están vacíos mientras desfilan las tropas que celebran el 8 de mayo, el día de la Victoria. V Day. Emmanuel Macron en guerra contra las cacerolas, las ollas, los pucheros, los silbatos de árbitro de fútbol infantil, contra los espantasuegras. Macron en guerra contra todos y contra todo. La soledad absoluta. Y la lluvia.

Encerrado en su palacio, Macron se refleja en los retratos de época. Su flequillo recuerda a un Napoleón a punto de perderlo todo, la misma barbilla con la que señala las cosas del mundo.

La muesca en la comisura del labio cuando no le queda otra que intercambiar frases banales con el pueblo. Demasiado joven para que la naturaleza le incorpore un chip de aceptación. El chip que la naturaleza incluso ha llegado a incorporar al nuevo rey de Inglaterra, probablemente uno de los personajes más vilipendiados de las últimas décadas. La vejez confiere un voto de confianza exagerado.

Los años suelen tratar con respeto. Pero Macron no tiene años y sólo acumula odio, resquemor, desconfianza. No es ni capaz de generar indiferencia.

¿Qué sucederá ahora? Queda demasiado tiempo para las próximas elecciones presidenciales. Seguramente no pasará nada. Se acumulará la tensión como lo hace en las placas tectónicas y explotará el día menos pensado. La llegada de la extrema derecha al poder en Francia. El mayor terremoto jamás visto. Pero de momento, el impasse.

Tras la manifestación contra el 49.3 caminamos con la tenue ingravidez que produce la descarga de adrenalina. En la hamburguesería de la esquina un hombre toma entre sus manos la cara de una chica joven, parece que va a besarla. Eran como una capilla de silencio en medio de ese local ruidoso en el que se confunden los mensajeros con sus bicicletas y mochilas coloreadas y los hambrientos de última hora.

Epicentro de la nueva economía la hamburguesería del barrio. Afuera, la luz misericordiosa del atardecer parisino en primavera le da a todo una lentitud extraordinaria. La gente es más hermosa al atardecer.

Yo me sentía en el epicentro de algo fantástico. Había atravesado la ciudad en metro para regresar a casa. En el metro la gente cantaba La Marsellesa. Los estandartes ensangrentados, dice la letra. La gente llevaba pancartas hechas a mano que interpelaban al francés número 1.

Él no toma el metro, no sale de su palacio, no pisa la calle. Le aterran las cacerolas, las paellas, las ollas, los tenedores y los silbatos de árbitro. Subo a mi apartamento, para comprobar que los techos de zinc de la ciudad y la torre Eiffel siguen ahí, no como una bomba a punto de estallar, sino con la templanza simple de lo que está bien.

Las calles se vacían y regresa la lluvia de esta primavera gris. Los faros de los coches tiritan a lo lejos (ah, el poeta), la Torre Eiffel centellea cada hora y lanza al mundo un mensaje de belleza. Hubiera podido cantar en ese momento, pero igual mis vecinos hubiesen llamado a los gendarmes. Era viernes y los viernes me permito la esperanza. Así que canté para adentro mientras la lluvia marcaba el ritmo como un manómetro.

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